Desde muy joven Erasmo se siente cansado y viejo, haciendo
no tanto lo que quiere como lo que puede o lo que él cree que debiera (si
hubiera leído a Kant, podríamos decirle con MacIntyre, que era moralmente
kantiano).
Su gran pasión es el saber, el aprender, el bucear, el
clarificar en las bonae litterae: en
los escritos de los antiguos se halla oculta la sabiduría, la felicidad, el
equilibrio, pero para llegar a la verdad prístina y virginal hay que hacer un
esfuerzo titánico para librar los textos de la pátina del tiempo, de las malas
traducciones, de las intenciones aviesas de los malos hombres. Hay que volver a
los antiguos, allí, en sus escritos está la salvación: el Verbo se halla en
ellos. La Biblia,
este libro intangible para tantos (en muchos lugares materialmente encadenada);
los Padres de la Iglesia;
los clásicos griegos y latinos… El latín lo habla y lo escribe Erasmo con
singular elegancia (si hoy es recomendación que los niños deben hablar el
inglés desde la cuna, entonces ya aconsejaba Erasmo que hablaran esa lengua
franca que era el latín). Para
alcanzar ese conocimiento tuvo que aprender en una dura escuela el odio a la
barbarie, lo que le inspiró los Antibarbari
en los albores de su carrera de escritor. El epíteto insultante para designar
todo lo que era anticuado e inculto era «gótico», godo. Para Erasmo, el término
barbarie abarcaba buena parte de lo que ahora apreciamos más dentro del
espíritu medieval. En el espíritu de Erasmo se ancló una rígida concepción
dualista de una lucha entre la antigua y la nueva cultura. En los partidarios
de la tradición no veía más que oscurantismo, conservadurismo e ignorancia
respecto a las bonae literae, es
decir, respecto a la buena causa por la que él luchaba. Bonae literae es intraducible. Esta expresión designa la
literatura, la ciencia y la civilización clásicas, consideradas como un
conocimiento sano y saludable, en oposición al pensamiento medieval.
Nace Erasmo con la imprenta ese “instrumento casi divino”
(como nos sucede a muchos cuanto podemos teclear en un ordenador, corregir,
imprimir). Erasmo vivió materialmente con grandes impresores de su época.
Escribe y lee entre tintas, tipos y prensas. No le molesta. Corrige a veces
menos de lo que desea o debiera, pero tiene prisa por ver lo que escribe
impreso. Moro le advierte: «No
publiques demasiado deprisa, están esperando para cogerte en falta.» Erasmo lo
sabe bien: como siempre, vuelve a corregir, revisar y completarlo todo. Odia
este trabajo de control y de corrección, pero se resigna con incansable
perseverancia; trabaja apasionadamente y en ocho meses, según cuenta, acaba con
el trabajo de seis años.
Viaja
con sus libros y por sus libros. El motivo de su vida no es otro que aprender y
escribir y leer… ¿Enseñar, darse…? Se equivoca este hombre, supuestamente
sabio, que a veces tiene la sensación tremenda de infelicidad, ¿acaso ignoraba
que la felicidad es una puerta que abre hacia fuera? ¿Desconocía que en la
entrega y no en el encerramiento en sí está la felicidad? Me temo que no sabía
de ello. Se me antoja, y es opinión, que es la suya una vida malograda.
Varias
veces afirma Huizinga que a Erasmo le llegaban muy amortiguados los movimientos
de su entorno: de hecho no es persona que prevea qué se está cociendo en el
momento en que vive, le faltan luces para vislumbrar el vuelco que se dará en
el mundo con las Reformas. Ciertamente la Iglesia, el mundo, estaba necesitado de una
reorientación, pero él, ¡que tanto pudo hacer!, soñaba con que otros –el Papa,
el Emperador, los reyes- lo harían mientras él fantaseaba con su retiro
plácido, con su jardín de humanistas, de personas cultas y sus coloquios…
Anhelaba vivir con y de sus libros, bajo toda seguridad… Tenía miedo cerval a
las corrientes de aire, a ponerse enfermo, a las epidemias… y siempre que podía
huía de allí donde no estuviera cómodo, bien bebido, bien comido, con un aire
que le fuera propicio y que pronto echaba de menos, pues era muy sensible, nos
dice Huizinga, a los aires impuros. No le importaba, por tanto, hacer cuantas
veces fuera necesario las maletas para ir o venir, subir o bajar, pero siempre
buscando prebendas que fueran de su interés.
¿Atarse a algo o alguien? En absoluto. Ni a su convento, ni
a su orden, ni a los Papas, ni a los obispos, ni a los señores que lo
beneficiaban con su mecenazgo… Se creía con derecho a ser mantenido por algún
mecenas que le diera todo cuanto necesitaba: libros, casa, comida, tiempo… para
él seguir adelante con el desarrollo de su amable labor como estudioso… “Quien
se desprecia a sí mismo nunca conseguirá nada…” (que no deja de contrastar con
la simiente que ha de morir para dar fruto, con el seguimiento de un Maestro
que muestra como camino y trono una cruz).
Tendrá algunos discípulos, algunos alumnos a quienes les
dedica algo de su tiempo ¡por el interés que le aportan! El ser su preceptor le
ayuda a viajar, conocer otras naciones, pero sabe que los maestros, como recoge
Huizinga (p. 146), son unos desgraciados, por tanto, mejor es no tener a nadie
que nos haga sombra, nadie a quien instruir, carecer de discípulos, mejor no
formar… Da la impresión de que Erasmo de continuo desea apropiarse de tal o
cual prebenda, de tal o cual beneficio para pronto inventar la excusa que
justifica su acción (¡qué humano!).
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