Para la inmensísima mayoría, Erasmo es un tipo de perfil,
con una pelliza y un bonete, una pluma en la mano derecha, varios anillos en la
izquierda y que escribe atento con mirada afilada y nariz aguileña. Como fondo
una cortina oscura con diversos motivos. El retrato es de Holbein, el joven, amigo de
Tomás Moro quien, a su vez, también fue muy amigo del pensador de Rotterdam.
Poco más. Queda oscura, dependiendo de la mella y la erosión hecha en la
memoria y su ausencia, de quien nos diera clase, de si Erasmo fue o no
partidario de la Reforma
o sí, pero no tanto, quién fue en realidad y me pregunto: ¿Su obra quién la
lee?
El autor
de esta biografía, Huizinga, es para mí, lo reconozco, un hito y un mito entre
mis lecturas. El otoño de la Edad Media fue para
mí un libro deslumbrante que, se ve, leí en un momento en que llegaba con buena
hora para disfrutarlo… No lo olvido. Si esta obra me dejó recuerdo imborrable,
me alegro vivamente de haber leído esta otra, esta biografía de Erasmo, que no
me lo deja menos admirado. Vengo de leer la biografía de Crouzet sobre Calvino
y me resulta inevitable la comparación, si aquella fue muy buena, esta me
pareció menos densa, más clarificadora, deslumbrante. Las dos son biografías
muy trabajadas, pero a la de Crouzet le sobraron páginas y la de Huizinga supo
ponerme de nuevo en la situación, en el momento histórico y en revivir en él a
Erasmo.
Sobre
Erasmo sabía por Igor Chafarevich y por Marcel Bataillon (Erasmo y el erasmismo), algo de Francisco Rico, por lo leído en los
manuales de la Historia
de la Iglesia
y en los manuales que hablan del humanismo, alguna monografía sobre el
Renacimiento, en alguna biografía de Carlos I, por su amistad con este, en
alguna de Felipe II y su condena al holandés… En todos ellos es cita
inevitable. Si la Celestina marca una
raya, un antes y un después entre el otoño de la Edad Media y el
Renacimiento, con Erasmo y con su vida sucede otro tanto: él nos ayuda a cruzar
la muga de unos siglos que hoy, solo para unos necios que aprendieron ayer y
olvidaron seguir cultivándose, son oscuros, inútiles, medios… hacia la supuesta
luminosidad del renacer.
Es la infancia el paraíso perdido, dicen, de
quienes alcanzamos la edad adulta, sin embargo ese paraíso, me temo, se halla
repleto de deseos insatisfechos, de ilusiones que nunca fueron, de la mala
memoria que lo envuelve de unos colores amables de los careció de continuo. No,
la infancia no es una patria adámica. No lo fue para Calvino, tampoco lo fue
para Lutero ni para Erasmo, tampoco para mí y ojalá que sí lo fuera para usted.
Su
origen incierto, y vergonzoso para él –era hijo de un sacerdote y de su
sirvienta-, le llevó indirectamente a ingresar en un convento, sin vocación y
con muy escaso convencimiento, más bien forzado –parece ser- por la
circunstancia y por sus tutores. De esta realidad Erasmo renegará de por vida:
no le resultaba deseable el espacio conventual que le parecía burdo, inculto,
etc. ni era él hombre especialmente piadoso (ordenado sacerdote no parece que
dedicara tiempo a sus obligaciones como tal, entre ellas el oficio de la santa
misa).
Digamos
que me ha llamado muchísimo la atención ese rasgo característico del carácter
de Erasmo como es su tibieza. Me ha producido, ciertamente, un rechazo notable,
un distanciamiento de su persona –bien sé por qué- y del concepto que de él
tenía. Hombre cultísimo, pero tibio y pusilánime hasta la náusea tal y como
afirma san Juan en su Apocalipsis: “Conozco tus obras: no eres
ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Pero porque eres tibio, ni
frío ni caliente, estoy a punto de vomitarte de mi boca”, y esa es la sensación
que me llega del Erasmo de quien nos cuenta Huizinga: miedoso, timorato,
indeciso, calculador… Carece, para mí, de la grandeza de Lutero, de Calvino, de
Teresa de Jesús, de Ignacio de Loyola… Este sabio amante de las letras clásicas
carecía de la sangre en el ojo que tuvo Cisneros o Isabel la reina castellana.
Lo tibio me repele, es lo que hay, y esa actitud, en un intelectual, en quien debió
tomar parte decidida, porque tenía los medios –la inteligencia, la formación,
las lecturas… los talentos- se conformó con ser ave de corral, gallina, cuando debió
volar alto y poner a Cristo en la cumbre del mundo y se contentó con llevarlo,
sí, seguro, no lo juzgo, en su corazón. Parece que si no creyente férvido, sí
que fue creyente y amante de Dios, aunque no fuera para él el sentido primero,
continuo y último de su existencia.
Dentro de ese temperamento, de ese carácter que terminará
siendo una personalidad (astuta, cauta, interesada, calculadora, timorata,
reservada, disimulada), también hallamos al hombre que valora en justa medida
la amistad, es decir: muchísimo. Es curioso que hallo en él también un rechazo
terrible a la mentira (a lo que me apunto de patas con toda mi impedimenta),
mas ¡él era un mentiroso! (mal negocio la incoherencia de vida, la falta de
unidad en ella).
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