Me reconozco ignaro en tauromaquia, pero creo que este Cid, no es el Campeador, si lo fuera comprendería al punto lo que dice sobre la edad y el paso no solo de los años, sino de los siglos. Este Cid es un torero.
Entiendo que a quienes les
gustan los toros y se sienten atraídos por un torero en particular o por una
ganadería, si son toristas, creo que los llaman, se les cae la baba con su maestro
admirado con solo una media verónica que dé. Mi padre, que algo chanelaba de
toros, se enfadaba con los que él llamaba los forofos de Curro, ¡de
Curro Romero!, los curristas… Siempre le echaba mi padre en cara el miedo ingobernable
que tenía y no dejar los pies quietos en el suelo ni un segundo. Arte, según la
misma fuente, mucho, pero miedo más… Cuando lo veía saltar la barrera con esa
limpieza que lo caracterizaba, comentaba: “Si fuera corredor de cien metros vallas,
le echaba la pata a toos”. Servidor no sabe, solo recuerda y repite.
Lo que sí es cierto es que
una persona que se enfrenta a un toro y que entre pase y pase, entre arte y
técnica, se juega la vida resulta atractivo en su misterio. Puede ser persona,
si llega a figura del toreo, inteligente, capaz de ver la realidad y la vida en
general desde una perspectiva, digamos, muy particular. No han sido pocos los
toreros admirados por grandes intelectuales o por escritores.
Sea como fuere, el Cid, el torero,
tiene razón: Sí, sí que los años pesan, pero también quiero retorcerle un poquito
el pescuezo a esa mentira como un templo de que los años no importan. Pesan,
sí: todo necesita más esfuerzo: subir una cuesta, agacharse o coger algo del
suelo, moverse en general, ilusionarse con cualquier fruslería…, pero también quienes
vamos sumando años, y somos más viejos -¡hay quienes no llegan! -también
importan porque acumulamos saberes si estamos al quite. Un loro no es más sabio
por muchos años que tenga. Hay viejos necios, como los hay sabios, pero quien
está aliquindoi, quien no le pierde la cara al intratable toro de la vida…, si aprende,
va acumulando, insisto, saberes. No me gusta el eufemismo “más mayores”, mayores,
antes no admitía el comparativo y no tenía comparación, en realidad lo que se
desea evitar es el ¡más viejos!
Cuando se es joven se suben
las escaleras silbando y se bajan de tres en tres y se cree uno en posesión del
huerto donde crece el árbol de la ciencia. Cuando se llega a viejo, uno sabe
que el árbol de la ciencia, que el mundo de colores… se quedaron en el paraíso.
Termino con una anécdota muy
vieja y conocida. Ramón María del Valle-Inclán, ese extravagante ciudadano que lo
llamó el general Primo de Rivera, admiraba profundamente a un torero, eso que
arriba he dicho de pasada, a Joselito, el Gallo. El trato entre los dos, sus
comidas y tertulias entre ambos eran famosas. En cierta ocasión, igual don Ramón,
estaba iluminado, un poquito chispón, y le dijo al torero que para
alcanzar la gloria máxima debía de morir en la plaza. Joselito, supongo que
asombrado, le contesto aquello de “Se hará lo que se pueda, don Ramón”. Pues
eso es lo que hacemos con los años los que los vamos cumpliendo: lo que
podemos.
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