Seis
son los cuentos que componen esta obra de Faulkner. El último de ellos y el más
extenso de todos da título a la obra: Gambito de caballo.
No me atrevo a decir que servidor es tan faulkneriano como lo
son en el pueblo de José Luis Cuerda, ese pueblo de Albacete, donde el escritor
de New Albany copa toda iniciativa intelectual y, por supuesto, literaria,
desde el alcalde al último aldeano pasando por la Guardia Civil, todos son
faulknerianos, con esa sorna de humor absurdo de José Luis Cuerda… No llego a
tanto, pero sí me declaro, como decía aquel, partidario del premio Nobel
estadounidense, de quien he leído mucho y con sumo gusto. Compruebo que en
enero del 23 colgué aquí un comentario de sus Cuentos Reunidos y no
mucho después, apenas unos días, el comentario de una biografía de Michael
Millgate, William Faulkner (tener el blog y poder hacer estas consultas me
parece maravilloso y, además, ahora haré algo que por norma no hago: releer lo
que escribí entonces).
Estos cuentos de Gambito de caballo los puede seguir
el lector como obras independientes o bien como una novela seccionada y
dividida en las seis citadas narraciones, pues Stevens y su sobrino, Charles,
son los protagonistas e hilos conductores de todas ellas. Incluso en algunos de
los cuentos el sobrino será el narrador en primera persona de lo que sucede;
pero no nos perdamos… ¿Por qué titula su autor esta obra sin aclarar que son cuentos?
No lo sé, pero aventuro que él aventuró y los pensó como un todo, que el lector
puede abordar en su lectura como una realidad única y continua, como una
novela.
Estudié hace muchos años que la crítica señalaba como la
primera novela policiaca El crimen de la Rue Morgue de Edgar Allan Poe,
que leí junto a otras muchas para un trabajo universitario sobre el género y
leí con especial empeño y gusto Los mejores cuentos policiales de Borges
y Bioy Casares, que tantas veces recomendé con éxito a muchas personas,
especialmente a mis alumnos. De algo de todo esto participa este Gambito de
Caballo pues es Gavin Stevens, el fiscal del distrito de Yoknapatwaha,
el protagonista e hilo conductor junto a su citado sobrino, Charles, quien
investiga delitos y crímenes cometidos en su jurisdicción. Una jurisdicción
rural, que puede recordar a la de Plinio, el guindilla de Tomelloso; aunque Yoknapatwaha
solo está en el imaginario faulkneriano, al norte de Mississippi y donde entre
estos cuentos, ¡cómo no!, encontramos todos los elementos constantes y clásicos
del autor. Nos sitúa en el sur profundo de las plantaciones de algodón y
maíz, con sus negros aún cuasi esclavos, sumisos y devotos de sus amos; en el Jefferson
creado a su sabor (que García Márquez copiaría y convertiría en su excepcional
Macondo); la endogamia propia de esos lugares; se cita de pasada a los
Sartoris y a la Primera Guerra mundial, lugar común de la generación perdida;
se palpa en el ambiente la riqueza decadente de las inmensas haciendas plantadas
de algodón, con sus carros, sus mulos, ya todo fuera de época; la pobreza de
solemnidad que se oculta tras familias de negros dignísimos y blancos
protestantes que viven al socaire de unas tradiciones periclitadas; la indefensión
de todos ante una Naturaleza inclemente que amenaza con todo y ante la que
todos se saben amenazados.
Sin que sirva de precedente estoy totalmente de acuerdo con
lo que escribí para sus Cuentos reunidos que arriba cité. En estos que
acabo de leer hallo otro tanto de aquel caldo del que gusté con agrado. En
aquel caso fueron muchos centenares de páginas, mucho disfrute; en este caso lo
son menos… Me pregunto: ¿es el estilo demorado de Faulkner propicio para este
tipo de cuento, califiquémoslo, de policial? No olvidemos que cuenta
Faulkner por el gusto de contar, narra por el gusto de narrar, por si alguien está
a la escucha atenta, del oído o de los ojos. Te escucho con los ojos, se dice
el lector. Cuenta Faulkner con un oidor atento, con un lector gustoso en
asistir a las circunvoluciones de su contar…
No respiraba afanosamente, sino con
rapidez, con dificultad casi, tratando aún de aspirar el cigarrillo, que era ya
demasiado corto a pesar de que su mano era lo suficientemente firme como para
sostenerlo. Y estaba acurrucada
ahora en su silla, en una nube de tul y raso blanco con el brillo costoso y sombrío
de los pequeños animales muertos; y de aspecto no tanto pálido como delicado y
frágil, y no tanto frágil como frío, etéreo, como una de las flores blancas del
comienzo de la primavera, florecida antes de época en medio de la nieve y la
escarcha y condenada frente a nuestros propios ojos, sin saber casi que
se está muriendo, sin sentir casi dolor.
Por
favor, reléalo: es una chica que fuma sentada en una silla y se encuentra con
una situación desagradable. Paladee el párrafo.
Posiblemente
alguien, decía, piense que estos, los cuentos policiales, requieren un estilo
más rápido y afilado, más eficaz y gesticulante…, pero esos son otro tipo de creaciones,
quizá la novela negra, no los cuentos policiales que iniciara Allan Poe. Una de
las realidades que me gustan de Faulkner es precisamente ese estilo narrativo
que se acompasa con la realidad en que vivimos: no me gustan los cuentos ni las
películas ni las novelas… fantásticas… No me gustaron desde niño: no los leo no
las veo. Me asombra lo cotidiano, lo ordinario, me atrae… no necesito de
deslumbrantes sucesos y apariciones, de monstruos y seres horripilantes… Creo
que todo ello se da en lo cotidiano, sin alharacas, sin aspavientos… El
sufrimiento chillado no es mayor por esto, el horror no es más rechazable por
monstruoso. Sigo pensando que el infierno, y lo escribí por ahí, se da a diario
en mi calle, entre mis vecinos, entre mis conciudadanos… Y algo así ocurre en
las novelas de Faulkner y en estos cuentos que he calificado de policiales.
El tío Gavin, el fiscal, no es James Bond ni un activo y estelar investigador,
es un pensador, un filósofo que estudió en Harvard y Heidelberg, un soltero por
obligación y destino, un aficionado a fumar calmo en la clásica pipa de maíz
usada en el sur de los USA… y no necesita un despliegue espectacular de nada
para resolver desde su sillón, ante los escaques de su ajedrez, situaciones tan
enrevesadas como las que a diario vive el barrendero de mi calle.
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