Esta entrada que podrá leer el lector de
este blog no está escrita por mí. Es de Pedro Antonio López Yera que ha tenido
la gentileza de escribirla y recrear esta ficción que relaciona a Alcalá Venceslada
con el Archivo Histórico de Jaén y en general con este tipo de archivos. Agradezco
a su autor sus palabras y su trabajo y, por supuesto, la generosidad de cederme
su texto para publicarlo.
¿Qué decir de Juan Eduardo Latorre y su dibujo? Quienes frecuentan este blog, de sobra saben quién es y mi admiración y asombro ante sus obras de arte. Muchas gracias también a él.
Alcalá Venceslada y el Archivo Histórico
Encuentro, casi distraídamente, en uno de esos cajones repletos de papeles
con aroma de recuerdo, de nostalgia de lo vivido, mi “diploma”, por llamarlo de
algún modo, del Cuerpo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos. Lo desdoblo
y una ligera neblina de polvillo en suspensión casi me hace estornudar y me
produce un cosquilleo que no sé si achacar al tiempo transcurrido desde su
expedición o a mi propio regreso, virtual, a aquellos momentos en que,
corriendo el año del Señor de 1915, accedí a tal categoría. Quizá el recuerdo
se me nubla y se me entremezcla con pinceladas de mi paso por Santiago, Cádiz o
Huelva, aunque me regodeo cuando la neurona propia del caso me hace llegar a
Jaén, un destino que me haría ¿puedo decir feliz? Claro que sí.
Ocho o nueve años habían pasado desde aquel nombramiento y tras recalar en
ciudades, universidades y delegaciones varias me sitúo en 1923, por poner un
año en que mis preocupaciones estaban centradas en la organización y buen
funcionamiento tanto de la Biblioteca Provincial como del Archivo Provincial de
Hacienda. Viene ahora a mi memoria ese perfume a papel impreso, a documento
preñado de historia, a libro encuadernado, a cuadernillo atesorado o a poema
garabateado llegado el caso, que mi pluma siempre estuvo a punto para dejarse
embaucar por la poesía, el ensayo, la educación o la divulgación investigativa.
Y ese perfume que siempre me persiguió, me hizo preocuparme por las
condiciones en que habrían de conservarse los responsables de dejarlo llegar
hasta nuestras pituitarias: los legajos, libros y documentos a archivar.
Por algún que otro cajón debo tener la miríada de cartas, instancias y
solicitudes con que traté de impulsar de todas las formas posibles a mi alcance
un “hogar” adecuado para tales “papeles”. Y los llamo así sin rasgo alguno de
demérito. Al contrario, el papel siempre ha sido el depositario de la historia
desde que felizmente se descubrió allá por la noche de los tiempos.
Los archivos, así en general, no tenían demasiada consideración. Sus
instalaciones eran pequeñas y con humedades, temperatura inadecuada y acceso
poco responsable. Quizá mi insistencia puso en contra, curiosamente, a los
gobernadores civiles, alcaldes, altos funcionarios y demás pléyade de prebostes
varios frente a mis sensatas propuestas. El caso es que no tuve demasiado
éxito.
Recuerdo también que hasta publiqué mis peticiones, amplia y eficientemente
explicitadas, en revistas y publicaciones oficiales. En una de ellas, creo que
en la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, publiqué un artículo titulado
“Archivos. Creación de Archivos regionales, provinciales, judiciales y
notariales” que recogía mi comunicación en un reciente Congreso y que, sí, a
ver si lo encuentro, decía: “De antiguo viene observándose el empeño de los
hijos de cada región, de cada provincia, aficionados a los estudios históricos,
arqueológicos y literarios, en buscar datos que puedan hacer resaltar, ya la
importancia de los hechos acaecidos en ella, ora el valor artístico de sus
monumentos, o bien el claro dibujo de las figuras de sus varones ilustres”.
Ciertamente, ahora que lo releo, aposentado ya en el celeste universo desde
el que corroborar, o no, lo acaecido, suscribo firmemente lo que entonces
propuse. ¿Qué mejor escenario para conservar las ricas fuentes de la historia
reciente que un archivo provincial o regional? Allí, atesorados con el mimo que
se les supone a las personas encargadas de su custodia, conservación y
difusión, los investigadores interesados en esos pequeños, o grandes, momentos
que, a la larga, conforman el camino por el que circula nuestra historia,
podrían dar rienda suelta a su afán de ordenar y poner en valor todo el
material que pudiera recogerse.
Ya decía antes que mis gestiones no alcanzaron el éxito que hubiera
deseado. Y en buena parte se debió a los informes negativos que presentó al
respecto el Inspector don Miguel Gómez del Campillo, que no veía con buenos
ojos la idea a pesar del famoso decreto de 8 de marzo de 1931 que creaba y
disponía las bases para los Archivos Históricos Provinciales. Siempre me han
parecido de peculiar enjundia los nombres de los organismos encargados de esta
labor en aquel entonces: Ministerios de Gracia y Justicia y de Instrucción
Pública y Bellas Artes. Unir en un mismo “ramo” la Gracia y la Justicia y,
todavía mejor, la Instrucción y las Bellas Artes es algo que se ha perdido con
el paso de los años y, en parte, gracias a los vaivenes políticos.
La idea del archivo, no obstante, germinó y eso me congratula incluso hoy a
pesar del tiempo transcurrido. Desgraciadamente el calendario debió llegar a
1952 para que el Instituto de Estudios Giennenses decidiera reunir los primeros
protocolos notariales del distrito de Jaén y Andújar que sería un primer e
importante paso para lo que habría que llegar después. Poco después se unirían
los protocolos centenarios de los distritos de Alcalá la Real, Huelma y La
Carolina y los libros de las Contadurías de Hipotecas de Andújar, La Carolina y
Jaén.
Otro gran hito fue la transferencia por parte del Ministerio de Hacienda de
sus fondos. Recuerdo con especial emoción saber que se incorporaba al archivo
el Catastro del Marqués de la Ensenada, el de la Colonización de Sierra Morena
y otros como el de la Administración provincial de Rentas.
Mi recuerdo, permitídmelo ahora, se quiere centrar en aquel pequeño grupo
de personas que, sin conocimientos específicos del tema, se dedicaron a la
labor de reorganizarlo todo en el primigenio local cedido por el Ayuntamiento,
en la calle Julio Ángel, y con don Melchor Lamana como director de lo que ya se
llamó Archivo Histórico Provincial, mis primeras gestiones llegaron a buen
puerto aun sin mi colaboración expresa.
Ya en 1973 los “legajos” llegaron a la llamada “Casa de la Cultura” que
también albergaba la Biblioteca Pública del Estado, quedando ya normalizado el
archivo con un decreto de 1977.
Se fueron incorporando nuevos fondos traídos de Cazorla, Martos, Linares y
otras localidades de la provincia lo que hizo que el espacio quedara pronto muy
insuficiente. Estábamos a punto de descubrir una sede que daría al Archivo la
prestancia que merecía: el Real Convento de Santa Catalina Mártir, de la orden
de Santo Domingo, en el casco antiguo de la ciudad y rehabilitado por don Luis
Berges. Estábamos ya en julio de 1989 y unos meses después, en noviembre, fue
la apertura oficial.
Algo más de treinta años desde mi partida hasta este palco celeste, mi
propuesta de un lugar adecuado para el archivo tuvo, por fin, tras un largo
recorrido, el final mejor que pude nunca soñar. Quizá al hilo de aquel título
de uno de mis libros, “La buena simiente” solo tuvimos que esperar a que la
idea floreciera satisfactoriamente y germinara como la buena semilla que
siempre fue. Doy hoy gracias a todos los que colaboraron a ello en este mirador
desde el que me permiten divisar la historia. Tengo aquí a mi vera a Gómez del
Campillo y está asintiendo con la cabeza. Lástima que él no lo viera tan claro
en aquellas lejanas décadas del siglo pasado.
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