15 de julio de 2019

351-CHARLIE-SALIDA- NO LEEMOS A LOS AMIGOS



De pronto, el otro día, hablando con un poeta conocido, por mí, caí en una perspectiva que nunca había considerado así. ¿Por qué no leemos con prontitud los libros que los amigos escriben y nos dedican? ¿Qué nos hace pensar que no son excelentes, buenos, tan buenos e interesantes, posiblemente como otros que podamos estar leyendo en esos momentos? Pues no tengo una respuesta contundente. Me explico. Nunca me he dicho “Este libro de este conocido o amigo no lo leeré jamás”; antes al contrario: lo pongo en la parrilla de libros de inmediata lectura, la intención es buena -¡ay de las buenas intenciones!-, pasan los meses, a veces los años, y no los leo. Cuando lo recuerdo siento cierto sonrojo porque podría pensarse que se trata de un desprecio y, en el fondo lo es: tácito o expreso.

La experiencia me dice que cuando un amigo me da un original escrito a mano -antes- o a ordenador -ahora- con la intención de se lo corrija me encuentro más inclinado a marcar tal o cual detalle, tal o cual defecto, situación, párrafo… y el lápiz despiadado señala en los márgenes: el original, al final, queda hecho un cristo y yo con la impresión de que el libro que me dejaron aún está lejos de poder ser presentado en sociedad. Hay que trabajarlo más. ¿Nos ocurre algo por el estilo cuando la obra que tenemos entre las manos es un libro encuadernado? No, salvo si es de escritor novel ¡o de un amigo o conocido, insisto! ¿Nos atrevemos a corregirle la plana ¡al traductor! de esa obra vendidísima, llamada en inglés best seller y escrita, además, originariamente en ese idioma? El lápiz que ocupa nuestra mano permanece inerte. No soy judío, pero siempre uso lápiz al leer -salvo que el trabajo sea exhaustivo y entonces escribo directamente en el ordenador-. Cuando hago referencia a esta situación, recuerdo que a George Steiner le preguntaron en cierta ocasión “¿Qué es ser judío?”, a lo que él contestó: “Un judío es un hombre que, cuando lee un libro, lo hace con un lápiz en la mano porque está seguro de que puede escribir otro mejor”. Nunca me lo había planteado hasta ese momento. Creo que no es mi caso. Cuando uso el lápiz ando más bien marcando lo que deseo aprovechar y aprender de quien leo más que corregirlo. Mi intención última no dice de escribir un libro mejor que el que tengo entre manos; mas no nos desviemos.

Judío o gentil… ¿por qué relegamos el libro del amigo? Se nos regala con ilusión, lo entregamos con ella, nos lo entrega dedicado, con cariño. Espera un comentario, unas palabras de aliento o, sencillamente, de asentimiento agradecido por el trabajo realizado. Si quienes escribimos, al final, esperamos algo así, ¿por qué no lo hacemos con el otro como en la llamada regla de oro: “Todo lo que queráis que hagan los hombres con vosotros, hacedlo también vosotros con ellos: esta es la Ley y los Profetas”, ya que de judíos hablamos, y Jesús lo es.

Toda obra es una donación de sí. Toda donación de sí es un regalo, una realidad otorgada de modo gratuito de imposible devolución: así los conocimientos (del maestro al discípulo), de la vida (de los padres a los hijos), etc. Dar, donar, regalar mi obra es darme, donar mi amor, regalar mi vida. Es por ello que no leer la obra de aquel que me la ofrece es un desprecio (en este mismo momento tengo dos obras entre los libros de mi casa que están en esa circunstancia: hago propósito de la enmienda).

Puede ocurrir, alguna vez me pasó, que me dejan para corregir una obra que es un galimatías, un despropósito. Quien nos la cede con afán de corrección y esperando un juicio no cree que lo suyo sea un fiasco: no sabe usar los signos de puntuación, ignora qué es una estructura, sus personajes no se mantienen en pie… No sabe, como los demás no somos capaces de proyectar una casa, pintar un paisaje o coser un traje: ignoramos los rudimentos y medios de esas artes. Escribir no es sentarse delante del ordenador y juntas palabras… Obras, en fin, ilegibles por el trato dado al texto.

Obras malogradas a nuestro juicio y opinión, que no son uno y lo mismo. De mi médico de cabecera espero un juicio, un diagnóstico, basado en su saber que me diga del mal que padezco. De mi amigo, que es ingeniero, espero sobre el mismo mal una opinión, pero no están ambas en pie de igualdad ni son igualmente respetables (de hecho, no todas las opiniones lo son). Si a nuestro juicio y opinión una obra es mala o corregible habrá que decirlo, que la verdad no ofende, sino el modo de hacerlo.

En el fondo, entiendo, no leemos la obra del amigo o del conocido porque nadie es profeta en su tierra, ya escribí sobre esto. Los libros buenos son demasiados y el tiempo escaso. Los intereses de cada quien… muchos. No, nos fiamos del conocido, y por eso no dejamos de preguntarnos: ¿No es acaso este el hijo del carpintero? ¿¡Cómo hará milagros ese tipo que conocemos desde pequeño, desde joven…? ¿Cómo fulano que era un lileta va a escribir algo de interés? No, nadie es profeta, pero sí a todos nos gusta ser placer de puerta ajena, candilico de vecinos que no de propios. Somos así, pero podemos mejorar.



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