Una vez más en mi vida me enfrento a la llamada Justicia, esa
que tantas veces no solo es ciega, sino imbécil y veleidosa. Esta vez, también,
acudo como acusado. Los juzgados no me imponen, ni los jueces y abogados
disfrazados, todos, unos y otros, de batman y otros superhéroes. Tampoco me
intimida ni la tarima en la que ellos se encaraman y se defienden tras sus
mesas y sus “señorías”, “con la venia”, “proceda el letrado” y toda esa
ridícula jerigonza, tantas veces de tahúres, trileros y fuleros, puro teatro.
Funcionarios los jueces y los fiscales, los secretarios de los juzgados; ignoro
el nombre de quien da entrada a testigos, acusados, etc.: “oficial”, “agente
judicial” o como se llame… No tengo ni idea: este, o esta, por lo menos no va
vestido de carnaval, eso sí, siempre se muestra la mar de solícito a cualquier
indicación de su señoría, que reina en la sala como si del rey omnipotente de El principito se tratara: a un gesto
suyo, siendo otoño, todo brota como en primavera. Toda esta parafernalia, que a
tantos tanto impone, a mí me deja indiferentemente curioso: los pies fríos y la
cabeza sobre los hombros. Me resulta indignante, curioso, un teatrillo a precio
de oro… ¿Qué tienen sus oposiciones que no lo tenga la mía? ¿Por qué no son
“señorías” los notarios, los catedráticos, los abogados del estado, los
profesores o los bomberos? Seguro que está estudiado, pero no me doy el gusto
de momento.
El acusado, eso sí, es dejado inerme, ante su señoría,
delante de un enhiesto y delgado micrófono, sin un puñetero papel, sin una mesa
donde apoyarse (he visto que los golpistas catalanes en el Supremo tenían su
mesa, su silla y su agua: será que los demás no nos lo merecemos o quizá haya
que cometer delito de más gravedad para que te den esas prebendas). Allí, el
acusado, servidor, presente, no tiene donde poder tomar notas y podría tener
una absoluta sensación de indefensión porque su señoría, o la fiscalía, corta,
rompe y rasga su discurso por donde les peta (quizá tenga prisa, como el
fiscal, que tanto mira el reloj y tamborilea sobre la mesa): “Le ruego al
acusado que sea más escueto, más concreto”. Y el acusado se va empequeñeciendo,
encogiendo, desanimando, abajo, allí, lejos del estrado que ocupa su señoría y
recuerda El proceso de Kafka. Va el acusado teniendo la terrible
sensación de que todo va por sus pasos contados. Irrebatible, sincronizado:
¡habría tanto que decir y queda tanto en el tintero! La historia se deslavaza y
se hace desordenadamente comprensible por momentos y fantasmagórica en otros.
En los costados los brazos abatidos del acusado: no está bien cruzarlos sobre
el pecho o meterse las manos en los bolsillos, ni mirar al suelo. Una cámara
graba. Allí, inerme y sin más tratamiento que un usted ordinario, le
llueven las monsergas reiterativas de su señoría “Viene usted a declarar como
acusado… Si no lo desea puede acogerse a su derecho de no hacerlo”, “¿Ha
entendido lo que le he dicho?”. El acusado debe de sobreentenderse: es
extranjero, imbécil o sordo. “Sí, señoría, sí lo he entendido”. “Si mintiese
podría incurrir en faltas que podrían acarrear prisión”. Coño: el talego. Como
en las leyes penales de la mili: fusilamiento o prisión.
De sobra sabe el acusado lo
sucedido: lo que hizo o dejó de hacer. Sus acusadores mienten como los bellacos
que son, a calzón quieto. No es que cuenten la realidad desde su perspectiva,
no: mienten. Hablan con voluntad de engaño. Hablan mientras los demás callan.
No se le ocurrirá al acusado decir ni mu: calladito.
Tras media hora de juicio,
la fiscal pregunta por el significado de una palabra que se llevaba usando
desde primera hora… ¡No sabe qué significa y ni siquiera se ha tomado la
molestia de mirarla en el diccionario que lo tiene en línea en el ordenador de
su despacho! Pide penas de cárcel para el acusado, pero no termina de
comprender una palabra que si no capital, sí importante para lo que se juzga.
Es decir, en términos taurinos, ha ido a hacer una faena de aliño. El acusado
tiene que explicarle el significado de la palabra, desentrañar el concepto
ignorado por la fiscal de ignorancia culpable. Le pagamos un buen sueldo para
que vuelva a leer en sus conclusiones el escrito de acusación (de nada sirvió
cuanto allí se dijo) y mire el reloj y tamborilee sobre la mesa… ¡y es que
tiene prisa! Mal día un lunes para juzgar a nadie.
Lo he escrito muchas veces,
puede que sea verdad, puede no serlo, pero así lo cuenta Antonio Espina en su Luis Candelas. El bandido de Madrid.
Cuando lo iban a ahorcar gritó: “Todo sube, menos los ladrones a la horca”.
Pues eso, señora fiscal.
* *
*
Da igual que el acusado
quedara absuelto. El acusado ni cree ni confía ni espera nada de la veleidosa
justicia de los hombres que, tantas veces, da de comer al sediento y de beber
al hambriento.
Tucho Castelo.
Uno que se alegra de la absolución.
ResponderEliminar¡Qué alegría leerte estas siete palabras! El 14 de abril siempre me acuerdo de ti por norma y muchas veces cuando uso tus zapatos... ¡Aún tengo botas, zapatos...! Y los ONEIDA... que estoy usando a diario... ¡lástima no volver a tener unos nuevos! Te mandaré una foto... de estos. Mil gracias por tus siete palabras...
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