13 de octubre de 2015

MacIntyre, Alasdair, JUSTICIA Y RACIONALIDAD (II de dos).




            Las tradiciones que MacIntyre trata entran en conflicto hasta llegar a la conclusión de que “la argumentación, por el momento, ha conducido no es sólo que es a partir de los debates, de los conflictos y de la investigación de tradiciones históricamente contingentes y socialmente incorporadas que las pretensiones con respecto a la racionalidad práctica y a la justicia se desarrollan, se modifican, se abandonan o se sustituyen, sino también que no hay ningún otro modo de llevar a cabo la formulación, la elaboración, la justificación racional y la crítica de los relatos de la racionalidad práctica y de la justicia que no sea desde dentro de alguna tradición particular en conversación, cooperación y conflicto con los que habitan la misma tradición. No hay lugar común, no hay sitio para la investigación, ningún modo de llevar a cabo las actividades de avanzar, valorar, aceptar y rechazar el argumento razonado que no sea a partir de aquello proporcionado por alguna u otra tradición”.
            El estudio detallado del liberalismo le lleva a MacIntyre, siguiendo el rastro de lo ya escrito en After Virtue, a diversas conclusiones que son interesantes porque quizá al vivir y convivir con ciertos presupuestos, más o menos liberarles, en la sociedad occidental, no nos preguntamos ni por ellos ni por sus influencias en nuestras vidas, cuando tienen un peso en absoluto desdeñable. Los presupuestos liberales conllevan, como no puede ser de otro modo, aunque algunos lo pudieran negar, una tradición y la supuesta apertura del individuo hacia cualquier planteamiento, por ejemplo, nos lleva a pensar que cualquiera de ellos es igualmente bueno, defendible, etc. y en realidad es sencillamente, no más, un problema de opinión intercambiable, respetable, aceptable (?), pues no existe un único y verdadero concepto concreto de justicia. Los argumentos al final se reducen a pura retórica y “Los abogados, y no los filósofos, son el clero del liberalismo”.
            Especialmente interesante para el filólogo que pudiera llevar dentro es el capítulo XIX. TRADICIÓN Y TRADUCCIÓN, donde se abordan realidades muy próximas a él. ¿Hasta qué punto son traducibles los textos? Opciones hay para todos los gustos. Lo que no cabe duda es que la lengua que aprendimos de los pechos de nuestras madres, como decía Juan de Valdés en su Diálogo de la lengua, nos inserta en una cultura y en una tradición y nos condiciona en todos los planos existenciales que se deseen abordar, pues la lengua forma parte esencial de la circunstancia en que vivimos y por medio de ella la interpretamos, nos interpretamos… (recuerdo al hilo de esto un librillo que es un librazo de Julián Marías: Breve tratado de la ilusión, que bien me hizo disfrutar su reflexión en torno a esa realidad irrenunciable que es la ilusión… es español).
            Comenta MacIntyre la postura postilustrada de Roland Barthes para quien la obra de literatura no es como un hablar con importancia práctica que aclara las consideraciones pragmáticas sacadas del contexto del hablar. Planteamiento absolutamente propicio para las razones del liberalismo occidental. Dice Barthes: «Ese no es el caso de una obra (oeuvre): la obra es sin circunstancia y ciertamente, quizá, sea esto lo que la define mejor: la obra no se circunscribe, ni se designa, ni se protege, ni se dirige por alguna situación, no hay ninguna vida práctica que prescriba el sentido que se le adjudica... en su ambigüedad es completamente pura: a pesar de su extensión, posee algo de la brevedad de la sacerdotisa de Apolo, dichos en conformidad con un primer código (la sacerdotisa no deliraba) y a la vez, abierta a un número de sentidos, porque se habían dicho fuera de cualquier situación excepto, quizá, la situación de la ambigüedad...» (Critique et Verité, París, 1966, p. 56). Esta es una descripción espléndida de lo que deberían ser los textos tradicionales extraídos del contexto de la tradición, presentados por Barthes como si fuera un relato de cómo son los textos siempre y necesariamente.
            Frente al planteamiento de Bathes, por ejemplo, MacInturye afirma que Aristóteles, el Aquinate y Hume, y ciertamente, los otros filósofos de los que hemos tratado, se situaran históricamente del modo en que se situaban, justamente como miembros de tales formas de comunidad, que se involucraran inevitablemente en los conflictos centrales de la vida de esas comunidades que se desarrollaban históricamente en aquellos tiempos y lugares, por tanto, no es un hecho meramente accidental o periférico con respecto a la filosofía de cada uno. No sólo tenemos que comprender cada filosofía como una unidad, de modo que las concepciones distintivas de la justicia y de la racionalidad práctica elaboradas por cada pensador se comprendan como partes de ese todo, sino que también tenemos que comprender cada filosofía en los términos del contexto histórico de la tradición, del orden social y del conflicto del cual cada una ha surgido.
            Qué nos hace pensar que podemos pasar de Aristóteles a Kant sin contextualizar a estos filósofos. ¿Acaso sus planteamientos y soluciones están al margen de las sociedades en que viven? ¿Son equivalentes, idénticas las realidades de las que hablan aunque se nombren de igual modo? Todo texto requiere al comentarse, y cualquier filólogo lo sabe, un contexto. Comentar un texto fuera de su contexto puede ser sencillamente no entenderlo en absoluto; si defendemos que el texto es una realidad autónoma, al margen de cualquier otra realidad, posiblemente estemos llegando a esa concepción del lenguaje que cree que todo es traducible.
            Al proceder del modo que defiende MacIntyre, de esa forma, evitamos dos tipos opuestos de error, uno, característico de muchas historias pasadas de la filosofía, otro, de al menos alguna obra de la sociología del conocimiento. Los historiadores de la filosofía, con bastante frecuencia, han presentado el contexto histórico de la vida de cada filósofo como un mero escenario. Han sido obligados por el modo en que filósofos tardíos comentan sobre los anteriores, reconocer alguna secuencia histórica, pero poco más que esto. Por eso, nos presentan el desarrollo del pensamiento filosófico como algo relativamente autónomo, como una empresa socialmente desmembrada que se ocupa de problemas relativamente atemporales. Por contraste, algunos sociólogos del conocimiento han dado relatos del pensamiento y de la investigación filosófica que los hace depender de —o incluso, que dicen que no son nada más que— máscaras utilizadas por los intereses sociales, políticos y económicos anteriormente definibles de grupos particulares. Según este punto de vista, lo que produce el cambio no puede ser un progreso en la racionalidad; en el mejor de los casos, ese progreso puede ser el resultado accidental de lo que se toma por un tipo de cambio más fundamental.
            En el último capítulo de nuevo nos sitúa MacIntyre ante la persona que busca el sentido de sus conceptos de justicia, racionalidad, etc. y cómo debe actuar en la práctica. Cómo puede ser su relación con otras tradiciones y propuestas opuestas a la suya. ¿Qué se puede hacer y con qué alcance? Dados los problemas de comunicación que existen entre los distintos lenguajes, las tradiciones, las lenguas propias… La cultura liberal, post-ilustrada, nos lleva a un tipo de planteamientos relativistas, acomodaticios, multiformes, pragmáticos (?)… “Semejante individuo, por tanto, considera el orden social y cultural, el orden de las tradiciones, como una serie de fiestas de disfraces que se falsean las unas a las otras. No puede pertenecer a ninguna comunidad de discurso, porque los vínculos de lenguaje que hablan con cualquier esquema presupuesto de creencia son lo menos estrechos admisibles. Por eso, los lenguajes naturales de personas alienadas de esa forma son los lenguajes internacionalizados de la modernidad, los lenguajes de todas partes y de ninguna parte a la vez”.
            Ratos hubo en la lectura de esta obra en que temí perder el tiempo que tan escaso es a los pobres. Terminada la obra me queda la satisfacción de haber subido un pico arduo desde donde veo nuevos relieves, nuevas perspectivas que me ayudan a completar el mapa de mi ignorancia. Si se encuentran con ánimo y el tema les atrae… no lo duden.

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