Los
hijos de la postguerra
–aquí parece que solo hubo una-, que somos todos los nacidos tras el 1 de abril
de 1939 En el día
de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo... hasta la fecha de hoy…
Empiezo de nuevo: los
hijos de la postguerra saben, sabemos… No.
A
ver si me explico por derecho. Entiendo por hijos de la postguerra a quienes
nacimos entre el 39 y el 70, por echar el cerrojo en alguna fecha y esta me
parece razonable. Y ahora a lo que voy. Quienes nacimos en esos años se nos
enseñó, y sabemos, que es una impiedad y un despilfarro desperdiciar un chusco
de pan: “Si se te ha caído, lo besas –te aleccionaban- y lo tiras en una
papelera…, o mejor: ¡le soplas y te lo comes!”. Se hizo norma de educación en
la mesa, siendo norma tal más falsa que el rey Miguel, que “es una falta de
educación dejarse comida en los platos. Lo que se sirve se lo come uno, ¡que
hay negritos y chinos que no comen!” (“¡Pues que se lo den a ellos –pensaba yo-
y dejadme a mí en paz!”). Se aprendió también durante la guerra a freír con
poco aceite, porque poco era el que tenían nuestras madres cuando comenzaban a
guisar y por tanto siempre, y en toda receta de esos años, se aclara: “con poco
aceite”, “con un poquito de aceite”. Y en estos hermosos años donde en toda
cocina predominaba el plato de la austeridad y en toda mesa el hambre viva… es
donde, entiendo, se forja la idea que da pie a lo que pretendo en esta entrada
y ahora sucede.
“A lo hecho, pecho”, “la fruta que se toca, se come”, “se elige la primera
pieza de fruta que tienes delante en la bandeja, el bombón y el pastel que
tienes delante es el que se coge”… ¡y eso es lo que había! En el mundo de los
libros ocurría otro tanto. Todo libro que se empezaba ¡se lee hasta el final!,
por vivir la fortaleza, por principio de moral kantiana: no olvidemos que la
inmensa mayoría lo eran y lo son, sin saber ni quién era este buen hombre…
Dejar los quehaceres a medias, aunque sea un libro farragoso, malo de
solemnidad, pésimo de contenido, infumable en su forma… “¡Te lo comes, si no,
no lo hubieras empezado!”. El no me gusta, el no me apetece, el
yo quiero cambiar…
era una falta de orden, de constancia, de… vamos a decirlo ya de cojo… ¡hombría y
mujerío de bien! Eso es. El libro que se empieza, se termina, “de la cruz a la
raya”. He dicho.
Mucho me temo que la lectura, como otras tantas realidades, no debían ser
entonces, ni parece que deba serlo hoy, algo placentero, felicitario, amable,
sino un medio para alcanzar metas superiores (?): mejorar la eficacia lectora,
aprender para la vida, cultivarse, formarse, etc. y por tanto, el primer y
principal aprendizaje era el de las virtudes –ahora no creo que esté esa
palabreja ni el nuevo diccionario de la RAE o, al menos, vendrá precedida de la
abreviatura ant.,
es decir, ‘anticuado’). Creo que esta era la razón que nos forzaba a la inmensa
mayoría a leer el libro que se empezaba, aparte de que no eran muchos en
general los libros que había en el común de las casas… ¡tampoco los hay hoy en
general! (no olvide usted, con todos mis respetos, que un lector de este blog,
como es su caso, no está en la media… ¡está muy por encima de la media!).
Pensando en esto desde hace muchos años, con una convicción moral irracional,
no meditada, pero asumida, nunca he dejado un libro a medias que yo recuerde…
Salvo que fuese un bodrio… absolutamente infumable. En algún caso en que estuve
de jurado de algún premio o premiete…, seguro… Y alguna obra, supuestamente consagrada, que
no lo era sino por una parte interesada de la crítica y que no… Ahora recuerdo,
por ejemplo, una obra así: la dejé en la segunda o tercera página… Dos… Bueno,
no está mal: entre los miles de libros leídos, no está mal el haber dejado de
leer, que yo recuerde ahora, dos obras: ¡no se dirá que no hay virtud,
fortaleza, constancia, tenacidad, etc. en quien suscribe!
Ha llegado esto, sin embargo, a un punto, dada la edad de servidor, que voy
comprendiendo que, al paso lector que ahora voy, no llego ni a leer los libros
que aún están sin haberlo hecho en la biblioteca de mi casa –y cuando escribo
esto estoy a la espera de que me lleguen dos más y aun hoy llegó otro…: mal
negocio-.
Leo un artículo, muy de pasada, en un periódico donde se habla, al hilo de lo
tratado de una autora y un libro de los que nunca antes supe –en el blog de
Bernardo Munuera creí haber sabido de ello: error-. La autora se llama Nancy
Pearl y su obra Rule
of 50 for dropping a bad book. Me ha hecho gracia la lectura de un resumen
de este libro (http://www.theglobeandmail.com/arts/books-and-media/nancy-pearls-rule-of-50-for-dropping-a-bad-book/article565170/),
pues viene a decir lo que yo estoy dispuesto a defender a partir de ahora.
La autora comenta que para ella era preferible dejar un mal libro, antes
de seguir con él (ella creo que habla más desde el punto de vista emotivista,
que no te gusta el
libro, no te
llena, no te
coge… más que de la calidad literaria u otras razones de alcance más asentado y razonado). Que
llegadas a las 50 páginas, número que improvisó en una conversación
radiofónica, si no recuerdo mal, si el libro no iba… ¡se deja
sin remordimientos, pues no era pecado! Ahora defendía otro número: se restaban
a 100 tantos años como uno tuviera y ese era el límite concedido a una obra
para dar de sí lo esperado por el autor. Es decir, en mi caso, 47 páginas y ni
una más.
Las rayas en el agua y en la arena donde rompen las olas… se me antojan razones
de pan mojado, pero… A partir de ahora, y pronto empezaré a comentar algún
libro también aquí, cuando el libro me parezca –a mí- infumable… lo dejaré.
Una razón más de Nancy Pearl… que alguna vez comenté. Hará cerca de 30 años
empecé a leer la Antropología
metafísica de Marías: lo recuerdo como si fuera ahora. Llevaba el libro con
enorme ilusión. Lo empecé por la noche. Esperaba disfrutar lo indecible de la
obra, pues había oído mucho y bien de ella. Imposible. Se me atravesó en el
coleto como si de una cucharilla de café se tratara… Lo tuve que dejar. Tiempo
después, transcurridos años, volví sobre él con una soltura y con una ilusión
que aún me dura por lo que aprendí en esa obra. La obra que hoy se deja, quizá
mañana, en otro momento, por lo que sea… se puede coger con ilusión y leer con
el ánimo y el temple adecuado. A veces no se alcanzó la altura que sea para
poder acceder a la obra y, una vez llegados al buen punto, todo se hace amable,
llevadero, fértil.
Tienes gracia e ingenio al escribir, y razón sobre lo que escribes.
ResponderEliminarUn abrazo, Antonio.
Un profesor que impartía la literatura de lengua española siempre nos conminaba a abandonar la lectura de aquel libro que por lo que fuere no nos llegaba a gustar. Leer un libro forzosamente podía producir un divorcio con la lectura. Yo, al menos, libro que empiezo, libro que termino. Baroja clasificaba entre buenos y malos lectores entre los que leían el libro entero y los que se remitían solamente a los párrafos imprescindibles. Baroja confesaba que él estaba entre los segundos. Un saludo.
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