A estas alturas ignoro si el
nombre de Alejandro Sawa dirá algo o no a mis lectores. Entiendo que a muchos
de ellos, gente con vasta cultura literaria, les resultará inequívoco, para
otros… escribo esta entrada.
Durante muchos años para mí
Alejandro Sawa fue solo la persona en quien se inspiró Valle-Inclán para crear
el personaje inmortal de Max Estrella en sus Luces de bohemia. Genial
Valle, genial Max: personaje espléndido, inconfundible, inolvidable… Personaje
de frases rotundas y lapidarias, muchas de ellas, a base de leerlo, las he
memorizado…; mas no mucho más fue durante años la persona del bohemio, que
siempre me intrigó.
Leí el sentido poema de Manuel
Machado al inmortalizado en Max por Valle… y poco más sabía. Muchas veces se
plantea uno si pararse en el camino para leer todo un libro sobre asuntos,
aspectos, literatos… marginales a la corriente viva y fuerte, cuando el tiempo
es breve. Sea como fuere compré este libro que ahora comento. No me arrepiento
ni de la compra ni de la lectura.
Fue Sawa (1862-1909) sevillano de
nacimiento y recriado en Málaga, de origen griego (su abuelo lo era). Siempre
se sintió muy orgulloso de dicha condición y heredero de tan excelsa civilización.
Estudió en la ciudad universitaria de Granada y pronto se marchó a Madrid,
capital de la cultura y poblachón inmundo, del que muy pronto se desencantó y
en muchas de sus crónicas así lo refleja. Empedernido perezoso fue Sawa el
escritor del que siempre se esperaba el paso definitivo, el libro que diera en
obra maestra con su genialidad, mas el paso quedóse como el del caballo del
retratista: levantado y sin darse. Tuvo tres hermanos y una hermana; dos
hermanos también escritores y periodistas…, y Manuel que no pasó de oficiante de
bohemio.
En realidad Alejandro Sawa fue
más conocido casi por su vida bohemia, por su aspecto, que por su obra
literaria: sus pelos largos, su pipa y su perro y por su, al parecer, imponente
y agradable presencia. Tenía fama de excelente recitador y perorador, así como
fabuloso catador de todo tipo de alcoholes, especialmente si las convidadas eran
de valvulinas o guacharreo, pues siempre anduvo más que ligero, limpio de
bolsillo y cartera. Era el prototipo del que Azorín hablará después: el hombre
carente en absoluto de voluntad. Según Rubén, con quien tuvo mucha amistad,
Sawa siempre “hablaba en libro” (esto mismo repitió después Octavio Paz de Luis
Cernuda).
Para situar al lector y a Sawa en
alguna corriente literaria o generación (término didáctico del que nos valemos
para explicarnos y entendernos), tendríamos que situar a Sawa en la generación
de la “gente nueva”: “levemente anterior a la del 98 e infinitamente menor en
talento artístico y trascendencia estética” (p.53), sus componentes son hoy
autores de segunda o tercera fila: Pompeyo Giner, Bonafoux, Nakens, Mariano de
Cavia, Zahonero, Paso, Dicenta, Amorós (Silverio Lanza), López Bago y el propio
Sawa.
No olvide el lector que estamos a
finales del siglo XIX cuando el foco de la cultura del mundo se hallaba en
París y, por tanto, no podía menos Alejandro Sawa que irse a la ciudad llamada
después de la luz… Antes de su marcha dejó escritas y publicadas cinco novelas,
él decía que las había escrito y publicado en dos años, aunque la realidad es
que sus títulos y fechas de publicación son los siguientes: La mujer de todo
el mundo (1885); Crimen legal, (1886); Declaración de un vencido
(1887); Noche, (1888); Criadero de curas, 1888; La sima de
Iguzquiza (1888); de todas ellas se da cumplida cuenta en el estudio
de Allen Phillips, que comento. Todas ellas son novelas naturalistas donde se
repiten obsesivamente temas: el odio al clero y a la Iglesia, las descripciones
casi vomitivas, la importancia del sexo y la lujuria en la vida de las
personas, la herencia como sociologismo falaz y la vida como destierro sin más
ilusión que la amargura…
En 1889 o 1890 se marchó a París,
como decía arriba, y advierto: parece ser que las fechas en la vida de Sawa no
son muy firmes en todos los casos. Allí se codeó y tuvo amistad con Gautier, con
“el divino” Verlaine, con Víctor Hugo… con todos los parnasianos y simbolistas
del barrio Latino, muchos de ellos también españoles o sudamericanos. Especial
amistad tuvo con Gómez Carrillo, el guatemalteco, marido de Consuelo Suncín, su
segunda esposa, y, con posterioridad, la esposa de Saint-Exupéry, la que fuera
“la rosa” en su Principito. De su etapa francesa -se calcula que duró
hasta 1896- volvió con unos aparatosos aires parisinos incluso en la
pronunciación de las erres como ges, y con la aureola de haber conocido a las
lumbreras de la literatura mundial. Mientras
Madrid y España seguían siendo un traqueteante carro que seguía muy desde lejos
las realidades de moda que habían superado con mucho el realismo (aunque
también Sawa tuvo palabras de admiración para Campoamor en la poesía y para
Pereda; y siempre mantuvo admiración por los románticos de quienes se sentía
partícipe de un fondo común muy español).
Allen Phillips hace también un
comentario bastante extenso de la obra periodística de Sawa y de sus cuentos.
Insiste el autor en que muchos de los artículos del sevillano aún andaban
desperdigados cuando se edita su libro (1976). Supongo que estos, por el
título, pues el libro no lo he leído ni hojeado, no se hallarán recopilados en
la obra de Amelina Correa Ramón, Alejandro Sawa: Luces de bohemia, pero
es suposición mía. Por último, comenta el autor los cuentos breves de Sawa, de
valor irregular. El problema de sus publicaciones periódicas como de los
cuentos se halla en que son escritos a impulsos de las necesidades económicas
del bohemio. Incluso, como Valle-Inclán (v. Julio Casares, Crítica profana,
1916) no tenía inconveniente de plagiarse a sí mismo o incluso vender un mismo
artículo, cambiándole el título, a distintos periódico de los muchos en que
colaboró y escribió.
Extenso con muchísimas notas al
pie o en texto, se pueden hallar muchas noticias del momento y del autor que
ya, para mí, desde el momento de esta lectura es conocido y sentido, pues fue
hombre no sé si acosado por la vida o plegado ante ella. Ciertamente, con su
esposa francesa, Juana Poirier, y su hija Elena, murió como lo relatan en El
árbol de la ciencia Baroja –con quien se llevaba mal- y en Luces,
Valle-Inclán de quien era amigo… Murió, escribo, con el final trágico de un rey:
loco, ciego, pobre y furioso, quien a lo peor solo fue un narcisista ególatra e
histrión.
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