Para
quienes me conozcan, afirmar que la mala educación me enfurece… no es novedad,
es decir: entiendo por mala educación todos aquellos hechos de la convivencia
cotidiana que, por acción u omisión, comportan una falta de respeto al otro. Y
con lo de “me enfurece” -que creo que es la primera vez que he usado semejante
palabro atribuido a mí- quiero decir que me pone de mala leche y, además, rara
vez me callo o me inhibo -¡que tampoco está mal el verbito!-.
La
buena educación es un término más general que la correcta civilidad, que el civismo.
Cuando éramos niños se nos enseñaba y corregía de continuo en casa, y en el
cole se daban clases de urbanidad: eso ya no existe, y no existe porque nadie
da lo que no tiene. Son innúmeros los progenitores que comen en la mesa, por
ejemplo, como los cerdos en el muladar y no son pocos los profesores que
ignoran y omiten, valga otro ejemplo, decir “Buenos días” a aquellos alumnos
con quienes se cruzan y, por tanto, al cerdo, que como ellos come en el
muladar, no le dicen ni “¡Qué malitos ojos tienes, mi alma!”.
Detrás
de todo detalle de civismo… Bueno... ¡un momento! Civitas-atis, en latín, resumiendo mucho, venía a significar
‘ciudad’, por lo tanto civismo viene
a significar lo propio de quienes viven en la ciudad, lugar donde habitualmente
viven las personas, etc. No nos perdamos. Volvemos al principio del párrafo:
“Detrás de todo detalle de civismo…” hay un valor, eso que tanto se cita y
rarísima vez se sabe qué es –“Educamos en valores”, “¡Ah, sí!, qué bien: ¿Y eso
qué es?” y al preguntado se le queda la misma cara que se le quedó a aquel que
le preguntaron qué es una nación-:
n.p.i. Un valor es una cualidad propia del ser que lo hace preferible. INSISTO:
todo detalle de civismo comporta el ejercicio de una elección que realza una
realidad más valiosa que otra y así:
a.
Saludar con un “Buenos días” en un ascensor comporta reconocer a quien está en
él como persona que nos puede, a su vez, corresponder y, además, estamos deseándole
algo bueno, es decir: que tenga un día excelente…
b.
Entrar en el ascensor en silencio, como un mulo, es reducir a estado de cosa al
otro o, todo lo más, decirle de forma tácita: “Los mulos no nos hablamos entre
nosotros”.
c.
Si al abrirse las puertas del ascensor a quien lo ocupa le dijéramos “Me cago
en tus muertos a caballo” comportaría, al menos, el reconocimiento como persona
del otro a quien así es saludado, pues puede llegar a entender qué le digo ¡y
lo ascendemos en la escala más allá del mulo y el extintor! (al que quedó
reducido en el caso b.), aunque nuestros deseos evacuatorios, dicho así, no
parece que sean amistosos, amigables, gratos…
Desde
hace ya años ha quedado fuera del trato ordinario los saludos: Hola, buenos días, buenas noches, adiós…
Esperar que alguien pida algo Por favor
es pedir chuletones de ternera al olmo. Tampoco esperamos un Gracias tras realizar nuestro servicio a
alguien, pues hemos de entender que fuere lo que fuese ese alguien tenía
DERECHO a que se le hiciera tal y, por tanto, el Gracias, sobra. Y así tenemos derecho a que el camarero nos sirva
la leche: la eche en la lechera, la caliente, se desplace por la barra, llegue
hasta nuestra taza y añada esa poquita leche caliente de más que le hemos pedido
que nos ponga… “Por favor, ¿me puede añadir un poco más de leche caliente al
café?”. De Por favor nada y de Gracias menos…
Cuando
solicito acceder a un espacio donde alguien trabaja, y tiene dominio sobre él,
etc. y musito un ¿Se puede? Insisto:
reconozco no ser el rey del Universo todo y que hay alguien con más poder que
yo y a quien debo obedecer. Por lo tanto, siendo yo el rey… ¿por qué voy a
preguntar esa necedad? Entro, no saludo y espero a ser atendido… ¡faltaría más,
señorita!
Si
al pretender doblar la esquina en mi coche ¿a santo de qué debo informar yo a
quien viene detrás o al posible peatón que espera a cruzar de lo que voy a
hacer con el intermitente? El coche es mío, el intermitente es mío, voy donde
quiera y no tengo por qué dar explicaciones a nadie y al que no le guste que
espere a ver qué maniobra haré yo con mi coche y ya sabe: al que no le guste a
Parla…
Cuando
empuño el tenedor y el cuchillo en una mesa de un restaurante o mastico con la
boca abierta o me limpio los labios con la mano o dejo hecha un guiñapo la servilleta
sucia una y otra vez sobre la mesa o… ¡Yo hago en mi mesa lo que me brota para
eso pago yo! ¿Y si a usted le da asco ya sabe la que tiene? ¿Quién es usted…?,
pero “¿¡Ha dicho usted!?”, nos
podemos preguntar. ¿¡¡Pero por Dios bendito, quién habla ahora de usted a nadie!!!? En España tuteaban a
todo quídam los Borbones que fueron muy dicharacheros -y por muestra ahí don
Juan Carlos- y los falangistas, especie ya extinguida o en vías de extinción
que sobreviven en algunos pequeños nichos ecológico-políticos con alta densidad
de aire enrarecido. Ahora tuteamos a quien se nos cruce sin distinción de edad,
categotía, color o calidad dental, ¡pues solo faltaría, de usted! (eso sí, al juez de señoría…).
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