(Contra la educación física)
Siempre
he sido -habla Mairena a sus alumnos de Retórica- enemigo de lo que hoy
llamamos, con expresión tan ambiciosa como absurda, educación física. Dejemos a un lado a los antiguos griegos, de
cuyos gimnasios hablaremos otro día. Vengamos a lo de hoy. No hay que educar físicamente a nadie. Os lo dice un profesor de
Gimnasia.
Sabido
es que Juan de Mairena era, oficialmente, profesor de Gimnasia, y que sus
clases de Retórica, gratuitas y voluntarias, se daban al margen del programa
oficial del Instituto en que prestaba sus servicios.
Para
crear hábitos saludables -añadía-, que nos acompañen toda la vida, no hay peor
camino que el de la gimnasia y los deportes, que son ejercicios mecanizados, en
cierto sentido abstractos, desintegrados, tanto de la vida animal como de la
ciudadana. Aun suponiendo que estos ejercicios sean saludables -y es mucho
suponer-, nunca han de sernos de gran provecho, porque no es fácil que nos
acompañen sino durante algunos años de nuestra efímera existencia. Si
lográsemos, en cambio, despertar en el niño el amor a la naturaleza, que se
deleita en contemplada, o la curiosidad por ella, que se empeña en observada y
conocerla, tendríamos más tarde hombres maduros y ancianos venerables, capaces
de atravesar la sierra de Guadarrama en los días más crudos del invierno, ya
por deseo de recrearse en el espectáculo de los pinos y de los montes, ya
movidos por el afán científico de estudiar la estructura y composición de las
piedras o de encontrar una nueva especie de lagartijas.
Todo
deporte, en cambio, es trabajo estéril, cuando no juego estúpido. Y esto se
verá más claramente cuando una ola de ñoñez y de americanismo invada a nuestra
vieja Europa.
Se
diría que Juan de Mairena había conocido a nuestro gran don Miguel de Unamuno,
tan antideportivo, como nosotros lo conocemos: jam senior, sed cruda deo viridisque senectu; o que había visto al
insigne Bolívar, cazando saltamontes a sus setenta años, con general asombro de
las águilas, los buitres y los alcotanes de la cordillera carpetovetónica, juzgarlos,
el papel que coincida con sus preocupaciones. Hay otros, en fin, que ya están,
ya no están en la comedia, porque en ella entran o de ella salen a cada
momento, por razones que sólo conoce el apuntador. De estos hay poco que
esperar: ni dentro ni fuera del teatro parece que hayan de hacer cosa de
provecho.
Quien para muchos es san Antonio
Machado Ruiz, santón laico, patrón de la poesía del siglo XX, también, como se ve en este texto suyo de su Juan de Mairena, tenía sus filias y sus
fobias. Por lo que bien sé era más partidario del cigarro y el café, de los paseos
serenos por el campo, amigo del mirar, que de eso otro que ahora se llama jogging, running, putting, gim…, pero
que nadie se escandalice, también los santos laicos tenían sus pecadillos
menores, insisto: sus manías y sus chocheras… ¡al fin y al cabo hombres fueron!
Sea esto dicho con perdón.
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