A la tita, E. H.
L.
Si el lenguaje no es correcto,
entonces
no se dice lo que se quiere decir.
Es
frecuente escribir de temas que no son dominados absolutamente por el escritor:
es mi caso. Abordo realidades temáticas sobre las que he de leer, reflexionar,
contemplar… a veces mucho para después hacerme una idea e intentar transmitirla
lo más clara y palmariamente posible. La posesión de esas realidades de
pensamiento comportan siempre un peldaño que se asciende: a veces más de uno, a
veces la ascensión no es firme y se desciende. Se suele dar este caso cuando
los amigos -o menos amigos- objetan a lo escrito, comentan desajustes, extremos
agudos y aún sin redondear debidamente.
Una
persona que me quiere y, por tanto, me corrige, siempre que hago afirmaciones
de dos tipos, y que vienen a ser la misma: “Siento pena/lástima”, “Me da
lástima…”. “¿Por qué dices eso?”, me recrimina. “No tiene por qué darte lástima
ni pena…”. Y ese sentimiento -es decir, una emoción racionalizada- la percibo
en mí como compasión, misericordia, como comprensión ante la desgracia ajena:
el conocido que tuvo un accidente, el amigo que pierde un ser querido, el niño
con diagnóstico fatal… Hay realidades que quiebran el corazón.
Leo
en la Wikipedia lo escrito sobre la misericordia y me
parece que me ajusto a ella. Mi sentimiento quiere ser el de Jesús cuando ve a
la viuda de Naím, aquella que solo tiene un hijo y que ha muerto; lo que
atraviesa el corazón del Hijo de Dios cuando le dicen que su amigo Lázaro ha
muerto, y llora; los apóstoles fueron a pescar durante toda la noche y no
hicieron captura alguna…; el paralítico lleva 38 años junto a la fuente, mas no
tiene quien le ayude… hominem non habeo… ¡¡Coge
tu camilla y vete!!...
Unos
días hace, y ahora no lo encuentro, en una columna de EL MUNDO, uno de sus
colaboradores, decía que la misericordia era una destilación de la soberbia.
Sin duda, nuestro hombre confundía a sor Citroën con Chitty Chitty Bang Bang. Confundía
la genuina misericordia con el desprecio del soberbio: jactancioso, fanfarrón,
presumido, fatuo, presuntuoso…, ¡narcisista tantas veces!
Hoy
leo en la prensa de un señor llamado Pere Soler -nuevo jefe de los Mossos en
Cataluña, y que Dios y él me perdonen, pues nunca oí hablar de prohombre tan
significado- que afirmó algo así como: "Me dais pena todos los
españoles". Sin duda nuestro prócer no comparte mi modo de compadecerme,
pues yo intento asemejarme al de Cristo, dicho sea con toda humildad. No. Este señor
cuando dice que los españoles le “damos pena”, si no me equivoco -y lo estoy
aprendiendo para ustedes-, lo que quiere decir es que “nuestra condición de
españoles y lo derivado de ello”, a él le produce una sensación que le lleva “a
la pena”; estado, el nuestro, que pretende remediar dejándonos tirados en
nuestra desgracia de españoles. Permítanme un símil: veo al samaritano de la
parábola, ya atracado en el camino, y no puedo evitar expresar mi asombro:
“¡¡Qué manta [de] ostias le han dado al payo!!”, pero ni me paro ni lo socorro.
“¡Ahí se las den todas y a mamarla, a Parla!”, y me largo. Sin duda esto se
dice desde una posición de notable solvencia, desde la altura de un caballo, y que
el macho que lo monta sea un jefe. Pere Soler i Campins, abogado y con empleo
durante años -muchos de nuestros políticos ni estudiaron ni tuvieron más empleo
que “el partido”- piensa, insisto, que nuestra condición de españoles merece esta expresión y su
mirada despreciativa, humillante, denigratoria, réproba… -sé de qué hablo
personalmente porque lo he padecido no ha mucho y durante tiempo-. ¿Ha visto
usted un leproso? ¿Ha visto las pústulas de un cáncer en un labio?... Las
imágenes de Google nos acercan a ellas. Pere Soler i Campins va a caballo y
despacha un veguero como los de Fidel.
Sin
duda Pere Soler es una pobre persona que quizá merece nuestra comprensión (“Si
quieres saber quién es Juanillo, dale un carguillo”): definitivamente el quídam
se nos ha venido arriba, como casi todo lo que pesa poco y flota. No sé si es
merecedor de nuestra compasión, pero por
mí, se puede dar por perdonado.
Llevo
con resignación y estoica paciencia, y cariño, con mucho orgullo muchas veces,
las pústulas de mi condición de español satisfecho y maltrecho: por un lado, de
lo realizado por muchos españoles desde que pude tener sentido de mi condición;
me enorgullezco, por poner un poner, de tantos y tantos escritores catalanes, y
españoles, que me han hecho pasar amabilísimos ratos leyendo sus obras, desde
los clásicos más antiguos hasta los clásicos más recientes -que lo serán
mañana-. Me siento muy especialmente orgulloso, otro poner, de Gaudí y me
admira su arquitectura y más aún su santidad: nunca olvidaré la Sagrada Familia
en esa ciudad española y limpia que conocí hace muchos muchos años… llamada
Barcelona ¡Qué maravilla! También es cierto, por otro lado, que me avergüenzo
de otros en quienes confié y me defraudaron -moral y económicamente- como los
Pujol, permita Dios que se haga justicia con ellos, y no hagamos lista que
sería dar dos duros al pregonero.
En
fin, ya ven. La misericordia y la compasión no son exactamente la lástima y la pena (siempre que hay dos palabras vivas y en uso, pueden ser
sinónimas, pero guardan matices que las alejan y diferencian), pero en algunos
casos unas y otras se aproximan o se alejan dependiendo, como casi siempre, de
la intención de quienes las usamos. Y como diría Pla, “sea todo esto dicho con
perdón”.
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