Se debe entender por antes todo momento previo al de pronunciar
esa palabra, es decir: desde ahora,
que ya es antes…
Por tanto, pensemos el presente en sentido amplio: el llamado presente
actual (quien quiera aprender
más sobre él puede dirigirse a la Gramática
descriptiva de Bosque y
Demonte, en el índice temático se les dará razón). En fin, y ya puestos a
decir: por esto mismo no existe el presente en el hebreo bíblico, tiempo
exclusivo de quien vive en él, que es Dios. Para facilitar la comprensión de mi
explicación, voy a delimitar el antes y el ahora,
en función de lo que ha sido mi vida de relación con la escuela; ya más de
medio siglo de trato entre ella y yo… ¡unas bodas de oro bien cumplidas!
Haré un cuadro esquemático, personal, opinable, acientífico,
informal e intuitivo. Más adelante, si viene al caso, algunos de los extremos
aquí comentados de paso es posible que los trate en algunas entradas
particulares, más detalladas. Dios dirá.
Hubo un antes allá por los años 60, cuando empecé en
la escuela como alumno. Es en mi recuerdo una escuela en blanco y negro: con
más negro que blanco. Cierto que asistía -quienes me conocen lo saben- a una
peculiar escuela privada, de difícil acceso, donde la letra con sangre entraba
-¡y vaya si entraba!-, se escribía con plumín -las letras tenían finos y
gruesos-, estaba prohibido el bolígrafo (el profesor los rompía, si se los veía
a los alumnos); el castigo, que no la corrección, era el aire nuestro de cada
día; no se hablaba en el aula entre los alumnos nun-ca (y nunca es NUNCA); se daban las
lecciones de la Álvarez de memoria -incluido el recuerda-; se dictaba de la
ortografía de Bustos; se usaba el pizarrín de tiza para las cuentas… o unos
cuadernos especiales, cortados, etc. Caín siempre mataba a Abel con una
“quijada de burro” (que, pensaba yo, que ya hay que tener mala estrella para
que diera mi hombre con semejante arma homicida, ¡qué cosas! No obstante, al no
ser la quijada una verdad bíblica, no hay por qué ocuparse). En aquella época,
se solía merendar pan con aceite, azúcar y chocolate.
En este antes íbamos a la escuela cuatro pitos y un
tambor. Muchas de las escuelas aún eran unitarias (quien no sepa lo que es que
lo busque en la red). Los niños la abandonaban pronto, y las niñas antes, para
entrar de aprendices en los mil oficios que entonces había y empezaban una
larga y dura carrera laboral. Seguir en la escuela, hacer el ingreso en el
instituto… era signo de capacidades: económicas e intelectuales. Se continuaban
estudios si los papás tenían cuartos o con becas que las había para los
mejores: insisto para los
mejores, para aquellos que obtenían buenas calificaciones, fruto de sus
aptitudes y sus actitudes: su trabajo y su esfuerzo, etc.
En mi ciudad, que entonces no tendría cien mil habitantes, había
tres institutos: uno masculino, uno femenino y un instituto de maestría, y
quiero recordar que una escuela
de artes y oficios, así llamada. Escribo de memoria, que esto no una
historia de la escuela en la España de tardofranquismo en mi pueblo. A esta
escasa oferta escolar se sumaban dos colegios privados de monjas (en uno de
ellos fui párvulo), un tercero de un instituto secular y otro, también privado,
de religiosos para varones.
A los 13 o 14 años, cuando se nos permitió entrar en el
instituto, pues la Ley de Villar Palasí nos paró en la puerta a los 10, se hizo
una división inolvidable y sin verdaderos fundamentos (de trágicas y
trascendentes consecuencias, pienso). Se
suponía que los alumnos
valiosos estudiarían BUP y a quienes parecían tener menos capacidades los enviaban a la llamada FP (esta ya
nunca levantó cabeza y la formación profesional se fue llenando de alumnos que
anhelaban trabaja que no estudiar, a quienes les obligaban a ello, porque para
aprobar había que hacerlo… y así esa potencial salida académica con puerta
profesional se convirtió en un chortal pantanoso. Quedó la FP estigmatizada
desde su nacimiento: ni alcanzó sus metas en general ni vino a llenar un hueco
tan preciado y valioso como era una verdadera y auténtica formación
profesional).
Los cursos en el instituto eran numerosísimos (hasta ocho por
nivel). Las aulas, llenas hasta la puerta. Los profesores, que se me antojaban
viejísimos, estaban sobre un estrado, que les permitía vernos mejor, y nosotros
a ellos, y lo que pudieran explicar en la pizarra. Los profesores no se sabían
los nombres de los alumnos, si acaso el apellido de algunos. Las clases eran de
las llamadas tradicionales:
ellos explicaban, o leíamos los temas en clase, algunos se levantaban y
escribían en la pizarra (Lengua, Inglés, Ciencias, Dibujo…) y los alumnos
callábamos durante horas. La mayoría de los profesores entraban, se sentaban,
explicaban, se levantaban y se largaban. Punto y seguido. Había clases por la
mañana y por la tarde (de 16:00 a 19:00, que salíamos en invierno más de noche
que un cerrojo). Y en el primer curso de instituto, de 42 alumnos, solo
suspendió uno, salvo que la memoria me falle.
Así rodó aquello. Se nos juntaron en los niveles siguientes los
naufragios del viejo bachillerato que habían repetido y empezamos a tener
algunos repetidores en los cursos, pero no muchos. Seguían estando las aulas
igualmente cargadas de alumnos. Los profesores no andaban pidiendo silencio ni
tenían que levantar la voz: en el aula la norma entre el alumnado era estar en
silencio. Se levantaba la mano para pedir hablar; se hablaba de usted a los
profesores (y a los camareros y a los limpiabotas: era un detalle deferente y
necesario de educación y respeto). No se entraba en el aula una vez que el
profesor estaba ya en ella. Las puertas de la calle del instituto estaban
abiertas. Se pasaba lista al comienzo de las clases y eran raros y concretos
los casos de quienes faltaban en algunas horas, y no recuerdo hablar oído
hablar nunca de absentismo.
Tampoco recuerdo caso de indisciplina, pero sí algunas travesuras graciosas que
no vienen al caso. Solo recuerdo una falta de respeto en los cuatro años de
instituto a una profesora (quizá porque la cometí yo, estando ya en COU). La
indisciplina o las llamadas disrupciones
eran anormales, salvo algunas acciones señaladas -eran los años de la
transición- que no vienen muy al caso en detalle: una huelga pidiendo que se
pudiera pasar de 3º de BUP a COU con asignaturas suspensas… y algún otro asunto
así, generalizado en el instituto y acordado con el otro instituto e instigado
por universitarios, etc.
Resumiendo: la población estudiantil en general era escasa, como el número de
centros. Los alumnos por norma estaban seleccionados. Los cursos tenían muchos
estudiantes, alrededor de 40. La disciplina en las aulas no era cuartelera,
pero existía. La distancia era abismal, como norma, entre el profesor y el
alumno. Escasísima la relación de los padres de los alumnos con el profesorado,
incluido el tutor. Este se limitaba a pasar las notas al boletín, rellenado a
mano, y a entregar las notas a los alumnos: nunca a los padres que, como grupo,
no asistían, que yo recuerde, a los centros. Los niños con los niños y las
niñas… con ellas durante las clases (el mundo, ya llevaba tiempo, que yo
recordase, siendo mixto y nos veíamos en las calles, los parques, etc.: no
había más traumas que ahora). La inmensa mayoría de los alumnos del instituto
de aquellos años somos universitarios. Por ahí están los datos.
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