Como
ha de comprenderse en tantas páginas y tantas vueltas y revueltas de una vida
larga (1892-1975) y, por lo general, tan bien conocida como ignorada, al menos
en lo que externamente parece que fue… me llama la atención
que este hombre no dejara apenas papel escrito donde reflejara su pensamiento.
Posiblemente no lo tenía, dirán sus detractores y de donde no hay no se saca, y
es posible que así fuera, pero no estuvo mal el rato que echó para no tener ni
una idea clara: ¡alguna tendría, digo yo! (y a esto me refería en la entrada
anterior cuando se habla del pufo nacido de las tripas). La vox populi es, en embargo, rica en
anécdotas que se elevan o no a categoría, hechos que algunos vieron, pero que
nadie sabe ni cuándo ni dónde fue… y todo parece revestirse y ser… del cristal
con que se mira. Lógico que otro tanto suceda a estas entradas.
No
era, por lo que leo, y no lo imaginé así –quizá ni me lo planteé-, hombre de
muchas palabras, antes al contrario: era Franco hombre callado que ni siquiera
lo fue a la gallega, siguiendo el tópico, sino sencillamente sepulcral y
tendente a lo monosilábico, sin más. En su casa, con su familia, con los amigos
(con los pocos que tuvo), con sus ministros, etc. hablaba lo justo. Solo
conversaba y rara vez con los demás y casi siempre sobre los mismos temas fuera
de los propios del gobierno: de su experiencia militar de juventud en
Marruecos, pues para él África era ese tiempo pasado que siempre fue mejor. A
la inmensa mayoría de quienes se le acercaban los sorprendía: su modo de ser,
de proceder, etc. no encajaba con lo que les habían dicho: fueran diplomáticos,
Juan Carlos y doña Sofía (hay quienes tienen y no tienen el don), ministros,
políticos extranjeros… ¡todos acuerdan en que se vieron sorprendidos por la
personalidad del general!: nadie lo esperaba como lo encontraban y nunca
coincidía con lo que le habían dicho.
Me
ha extrañado vivamente la experiencia vital que padeció como hijo de un padre
que no parece que fuera lo mejor, ni siquiera bueno y en cualquier caso estaba
muy próximo a ser un indeseable. Nunca había sabido (ni creo que me hubiera
planteado tampoco) quiénes y cómo eran sus padres: Franco amó mucho a su madre
y despreció a un padre que los abandonó, a su madre, a él y a sus hermanos, en
El Ferrol y que se marchó a Madrid (su padre pidió un traslado a Madrid y se
olvidó de su esposa y de sus hijos a quienes plantó por una querida que era
maestra…). Un militar burócrata, de
oficinas… a quien Franco nunca amó ni quiso ni apreció, pero tampoco
abandonó. De su hermano Ramón siempre se habló y se supo: de sus diferencias en
casi todo con su hermano Paco, de su condición de aviador, masón, etc. y de
Nicolás… con quien Francisco se llevó muy bien. Nunca quiso Paco saber nada de
la segunda mujer o amante o compañera o lo que fuera con la que su padre se fue
y que lo sobrevivió: no me parece extraordinaria su actitud, pues la he
conocido muchas décadas después en quienes no eran ni militares, ni gallegos ni
dictadores…
Son
innumerables quienes le niegan a Franco la inteligencia y le reconocen la
astucia y la prudencia. Todos coinciden en que su tenacidad pasaba la raya de
la virtud para convertirse en terquedad, una terquedad adquirida en su
infancia, en su paso por la Academia militar de Toledo –donde al parece ni fue
brillante ni sobresalió en casi nada… salvo en que lo vapulearon a base de
bien: por ser bajo de estatura y menor en años que los demás compañeros de su
promoción: hoy a eso lo hubieran llamado bulling
y los psicólogos sacarían de esa nefasta experiencia infinidad de consecuencias
para sus años posteriores, sus carencias, sus complejos, sus obsesiones, etc.
(súmese a ello que perteneció a una familia, tomen nota, de-ses-truc-tu-ra-da…),
pero eso lo dejamos para otra ocasión, pues de nada de ello se habla en el libro
de Payne y Palacios, que se dedican, sin más a la historia.
Los hermanos Franco, Nicolás y Francisco |
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