Las lecturas de los clásicos tienen un poder conmovedor y euforizante
del que carecen las obras cotidianas, las que van de paso: esas obras que
posiblemente se harán viejas en cualquier balda con no más de una lectura. Admiro
a los clásicos, y sencillamente “Me quito el cráneo”.
Si al leer Los
girasoles ciegos afirmé que era obligación impuesta, leer Luces de bohemia es un placer deleitoso
y amable. Eso que el personal llama envidia
sana, en español se dice AD-MI-RA-CIÓN… Admirable, sencillamente, tal y
como suena: admirable (es curioso, lo ignoro, pero Rubén Darío, amigo de Valle,
entra a formar parte, como un personaje más de esta obra catedralicia del
gallego y repite el nicaragüense una vez tras otra esa expresión Admirable, ¿acaso era una muletilla de
ese negro al que Max pasaría su cetro muerto él? Lo ignoro).
He leído innumerables veces esta obra de Valle. Llegué a
ella de la mano de don Alfonso Sancho Sáenz. No sabría decir en qué año la leí
y me caí del caballo por primera vez. Sí percibía entonces, y ahora me sigue
ocurriendo otro tanto, que determinadas expresiones, frases, por concisas, por
ignorancia mía, al no hallar el contexto, no las sitúo adecuadamente (me ocurre
otro tanto con el conceptismo de Quevedo a veces). ¿Quiero ver donde no hay
nada que ver, acaso? Compré una edición de Austral, aquellas que al abrirse en
exceso se caían inmisericordes las hojas mal pegadas… (en Austral el teatro se
vestía de morado).
Con enorme ilusión y esfuerzo me hice después con la edición
anotada de Zamora Vicente en Clásicos Castellanos a la que, para mi desgracia,
le faltaban algunas escenas o alguna parte, no recuerdo ahora: y mi gozo en un
pozo. Compraba una edición cara y estaba incompleta, mancada y yo traicionado.
¿Qué se puede decir desde un blog como este de una obra como
Luces? ¿Cómo acercarnos a los
clásicos…? Creo que el clásico no exige el acercamiento servil, pero sí
reverente. Tanto da si uno se arrima a ellos con el desparpajo del ignorante
como si lo hace con la contextualización de quien sabe mucho de todo cuanto
rodea a la obra. Los clásicos siempre reciben bien. Son buenos anfitriones. No
exigen y solo solicitan ser escuchados con los ojos. Obvio que cuanto más y
mejor conocedor, el lector alcanzará más, chanelará más, que le dice Max al
capitán Pitito, ese capitán de los équites municipales.
En Luces nos
encontramos con un Valle decadente y chispeante. Nos habla de lo humano en una
España de hace casi un siglo, pero que, con algo de hipérbole, parece referirnos
lo de ayer por la mañana. ¿No son actuales los parlamentos en la cueva de
Zaratustra, ese librero abichado y giboso -la cara de tocino rancio y la bufanda de
verde serpiente-? Sí, como remeda Max a
Calderón: “¡Mal Polonia recibe a un
extranjero!”. España es mala madre, “¿Qué sería de este corral nublado? ¿Qué
seríamos los españoles?”. ¿Qué distancia media entre los políticos de entonces
y los de ahora? Antes como todavía, ayer como hoy… “«¡Todas las fuerzas vivas
del país están muertas!»”.
En el repaso vallinclanesco España toda, la España
inmortal, esa España que parece no querer dejarse enterrar se pasea orgullosa
con sus miserias y sus harapos, las vergüenzas visibles, por el callejón del
Gato. Sí, genio y figura que se deforman ridículos en el fondo del vaso.
Ingenioso y decadente, sorprendente, un portento, Valle, ese
gallego ceceante, ese hombre minúsculo, de aspecto ridículo, ese ciudadano
extravagante, como lo llamó Primo de Rivera nos habla en una lengua que se
refresca con cada lectura, que centellea, y que me deja atónito lectura tras
lectura.
Me marcho a la taberna de Pica Lagartos. He quedado allí con
todo ese tropel de personajes que vivían, pronto hará un siglo, en las calles
de Madrid y que aún admira el borracho al verlos en pie, como la obra toda de Luces, y que ante la grandeza de lo que
ve y escucha, no puede menos que quitarse el cráneo. Y yo “Me adhiero a lo del quince” y a lo del
cráneo.
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