Como
ustedes saben el conejo lerdo siempre gusta más de las hojas que del rábano.
Entre los humanos no siempre el tardo se come las hojas, pues entre estos
animales se encuentran los mentirosos, los egoístas, los interesados, los
tergiversadores profesionales… Mezclas de necios, mentirosos, tendenciosos… son
quienes al hablar del libro de Benedicto XVI comentaron qué sucedía con el buey
y la mula y qué con los reyes andaluces: todo follaje, pura hoja, nada de
rábano. Dudo de que su comprensión del texto fuese tan infame y tan ínfima:
habría que ser muy memo. La interpreto con seguridad maliciosa. Cierto que luego, entre los
ignorantes, los perezosos –no se olvide que el agnóstico lo es-, se dio dos
perras al pregonero y los profesionales llamados de la información –en muchas
ocasiones in-forme, de-forme, etc.- se lanzaron a repetir
las necedades que los voceros del mal promovieron desde sus altoparlantes. El
titular y el vocerío no matan la verdad, pero la apabullan. Aceite sobre agua,
afirma Cervantes de la verdad. Se hace sonar interesadamente el río que agua no
lleva, se habla de lo accidental de forma oblicua, blablablá, se olvida lo
sustancial por la tangente, se frivoliza todo un poco, “¡Un cuarto y mitad más
de superficialidad!”, se agita y así seguimos por los caminos que llevan al
perdedero de la mentira. ¡Qué tolerante y llevadero el ignorante!
El libro La
infancia de Jesús forma parte de una trilogía en la que, siendo el primero
en el orden cronológico de la temática que se trata, la vida de Jesús, es el
último, sin embargo, en ser editado: el broche. Ya se vieron antes Jesús de Nazaret: del bautismo a la
Transfiguración (2007) y Jesús de
Nazaret: desde la entrada en Jerusalén a la resurrección (2011). En estas
realidades de lo misterioso y la vida eterna parece ser que los últimos serán
los primeros. Desconozco si será el caso. Conste que por su extensión y
redacción esta obra se me hizo más llevadera con diferencia que las anteriores:
a veces el cuerpo no lo coge todo igual. Es la edad.
Leí muchísimo a Juan Pablo II. He leído algo a Benedicto
XVI. Las diferencias entre uno y otro son abismales, se me antoja. El primero
comenzó siendo un escritor denso, complicado, un filósofo que desde la cátedra
de Pedro se fue comunicando poco a poco más y más, mejor y mejor, con una
visión universal de las realidades sobrenaturales y humanas. Era personalmente
atractivo, fue elegido joven, tenía un aspecto imponente –lo vi muchas veces en
vivo, en directo y cerca: en su casa-, tras el atentado, tras sus viajes, sus
sufrimientos y sus trabajinas, siguió siendo el mismo hasta alcanzar el grado
de un viejo amable, gastado: le temblaba un brazo, pero nunca el pulso porque
era el dulce Cristo en la Tierra. A Ratzinger le precedía su fama, una fama que
sus enemigos (quienes cultivan el bien siempre los tiene) airearon confusa,
desorientadora, borrosa y padecí de esa intoxicación. Un alemán que tenía un
gato y amaba la música clásica. Reconozco al punto, sin embargo, que tras las
primeras lecturas de alguna de sus obras me deslumbraron sus escritos. De Juan
Pablo II, de su etapa anterior al papado no había leído nada, que yo recuerde,
de Ratzinger, sí: como ensayista, como teólogo, como conferenciante… Brillante
en su sencillez, deslumbrante en sus planteamientos convincentes. Por su edad,
por su aspecto físico, Benedicto XVI no era Juan Pablo II. Por sus escritos,
para el lector atento, es Ratzinger muy diferente al Papa polaco y otro
intelectual de una talla indudable. Quien dude de ello es también,
indudablemente, un ignorante. En este párrafo que cierro no descubro
ningún mediterráneo, ¿hay acaso algo
nuevo bajo el sol?
Por lo visto lo de la mula y el buey ha sido una estupenda estrategia de marketing del grupo planeta. Han conseguido que se hable mucho del libro y despertado la curiosidad de algunos de asomarse a las páginas y comprarlo. Aunque otro muchos se hayan quedado en su ignorancia
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