26 de diciembre de 2012

BENEDICTO XVI: La infancia de Jesús (I)





      

         Como ustedes saben el conejo lerdo siempre gusta más de las hojas que del rábano. Entre los humanos no siempre el tardo se come las hojas, pues entre estos animales se encuentran los mentirosos, los egoístas, los interesados, los tergiversadores profesionales… Mezclas de necios, mentirosos, tendenciosos… son quienes al hablar del libro de Benedicto XVI comentaron qué sucedía con el buey y la mula y qué con los reyes andaluces: todo follaje, pura hoja, nada de rábano. Dudo de que su comprensión del texto fuese tan infame y tan ínfima: habría que ser muy memo. La interpreto con seguridad  maliciosa. Cierto que luego, entre los ignorantes, los perezosos –no se olvide que el agnóstico lo es-, se dio dos perras al pregonero y los profesionales llamados de la información –en muchas ocasiones in-forme, de-forme, etc.- se lanzaron a repetir las necedades que los voceros del mal promovieron desde sus altoparlantes. El titular y el vocerío no matan la verdad, pero la apabullan. Aceite sobre agua, afirma Cervantes de la verdad. Se hace sonar interesadamente el río que agua no lleva, se habla de lo accidental de forma oblicua, blablablá, se olvida lo sustancial por la tangente, se frivoliza todo un poco, “¡Un cuarto y mitad más de superficialidad!”, se agita y así seguimos por los caminos que llevan al perdedero de la mentira. ¡Qué tolerante y llevadero el ignorante!
          El libro La infancia de Jesús forma parte de una trilogía en la que, siendo el primero en el orden cronológico de la temática que se trata, la vida de Jesús, es el último, sin embargo, en ser editado: el broche. Ya se vieron antes Jesús de Nazaret: del bautismo a la Transfiguración (2007) y Jesús de Nazaret: desde la entrada en Jerusalén a la resurrección (2011). En estas realidades de lo misterioso y la vida eterna parece ser que los últimos serán los primeros. Desconozco si será el caso. Conste que por su extensión y redacción esta obra se me hizo más llevadera con diferencia que las anteriores: a veces el cuerpo no lo coge todo igual. Es la edad.
         Leí muchísimo a Juan Pablo II. He leído algo a Benedicto XVI. Las diferencias entre uno y otro son abismales, se me antoja. El primero comenzó siendo un escritor denso, complicado, un filósofo que desde la cátedra de Pedro se fue comunicando poco a poco más y más, mejor y mejor, con una visión universal de las realidades sobrenaturales y humanas. Era personalmente atractivo, fue elegido joven, tenía un aspecto imponente –lo vi muchas veces en vivo, en directo y cerca: en su casa-, tras el atentado, tras sus viajes, sus sufrimientos y sus trabajinas, siguió siendo el mismo hasta alcanzar el grado de un viejo amable, gastado: le temblaba un brazo, pero nunca el pulso porque era el dulce Cristo en la Tierra. A Ratzinger le precedía su fama, una fama que sus enemigos (quienes cultivan el bien siempre los tiene) airearon confusa, desorientadora, borrosa y padecí de esa intoxicación. Un alemán que tenía un gato y amaba la música clásica. Reconozco al punto, sin embargo, que tras las primeras lecturas de alguna de sus obras me deslumbraron sus escritos. De Juan Pablo II, de su etapa anterior al papado no había leído nada, que yo recuerde, de Ratzinger, sí: como ensayista, como teólogo, como conferenciante… Brillante en su sencillez, deslumbrante en sus planteamientos convincentes. Por su edad, por su aspecto físico, Benedicto XVI no era Juan Pablo II. Por sus escritos, para el lector atento, es Ratzinger muy diferente al Papa polaco y otro intelectual de una talla indudable. Quien dude de ello es también, indudablemente, un ignorante. En este párrafo que cierro no descubro ningún  mediterráneo, ¿hay acaso algo nuevo bajo el sol?

1 comentario:

  1. Por lo visto lo de la mula y el buey ha sido una estupenda estrategia de marketing del grupo planeta. Han conseguido que se hable mucho del libro y despertado la curiosidad de algunos de asomarse a las páginas y comprarlo. Aunque otro muchos se hayan quedado en su ignorancia

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