29 de marzo de 2012

Tarzán, Mowgli y Robinson.


        Tarzán es un grito inarticulado en medio de una selva de páginas en un libro: ¡a su alarido no acuden ni los elefantes! Sólo la mona chita lo puede comprender a medias. El pobre Mowgli no puede ser feliz. Mowgli es sólo el protagonista de El libro de la selva de mi amigo Rudyard Kipling. De haber estado siempre en la selva no se hubiera puesto de pie, no hubiera hablado… Mowgli es solo otra ficción literaria, un ser humano inviable. Lo dice la neurología. Lo escribió Aristóteles. Los hombres no coexisten como los animales y las piedras, los árboles o los monos. El bípedo racional, animal en su condición de dependiente… necesita convivir: no le basta con coexistir. Es por tanto, necesario que el hombre se autoconstituya en la acción con otros seres humanos. Parte de su necesidad de realidad lo aportan otras personas.
        Que terminaba yo el otro día con Martin Heidegger y su Dasein… que es ese estar ahí…, ser ahí, concreto. Parece como si al hombre del XVIII le valiese con los grandes sistemas que le hablaban del hombre…, pero no es así para el hombre del XIX, siglo más bien de recogida de penas y plegado de velas con respecto al XVIII. No me interesa, querido amigo, -parecen decir- el hombre, sino yo como ser humano, como persona, como ser concreto con DNI… Eludo la abstracción y me concentro en la concreción… Yo soy yo y mi circunstancia y si no salvo mi circunstancia no me salvo yo… Volvemos a las primeras páginas del Prontuario que arrancaron por la felicidad… Ni siquiera deseo que me hable de ella, sino de cómo alcanzarla, dónde hallarla, cómo producirla, cómo no perderla una vez hallada.
        Hace ya muchos años, en una conversación socrática con un hombre sabio, andábamos dándole vueltas a varios asuntos que nos atraían sobremanera. El juego y su importancia (Dios juega con sus hijos, el juego en Eugenio d’Ors, la teoría de juegos –el dilema del prisionero-) y cómo el hombre debe amarse a sí mismo, como medida del amor al prójimo, ¡mas lo precede!
        Lo que podríamos llamar la autophilia o amor a mí mismo es necesaria, ineludible. Martin Buber y la relación entre el yo y el tú, así como Lévinas y su alteridad poco avanzan sobre lo ya dicho por Aristóteles.
        La reflexión de Aristóteles es muy clara. Quien se ama a sí mismo es egoísta. El hombre de baja condición hace todo por interés propio. El hombre bueno actúa por el honor que comporta el altruismo. Si el hombre bueno deja todo por el amigo y al amigo debe amarlo como a sí propio… debe atenderse primeramente a sí mismo. Quien busca la riqueza, los placeres corporales, si las acciones que realiza solo son en absoluto autobeneficio inmanente es un réprobo egoísta.
        El hombre bueno hace muchas cosas por causa de sus amigos y de su patria, hasta morir por ellos si es preciso. Y preferirá vivir noblemente un año a vivir muchos de cualquier manera. Es claro que Aristóteles se inspira en Sócrates, según lo presenta Platón en el Gorgias: la acción buena beneficia más a quien la ejerce que al beneficiado por ella, y la acción mala perjudica más a quien la lleva a cabo que a la víctima. Discusión ardua de hace unos años con un rico corredor de bolsa…, que en nada estaba de acuerdo con este punto de vista de Platón (yo los veía discutir mientras bebía cerveza).
        El hombre bueno se quiere y quiere a los demás, el bien de los demás, el amor de los demás. Amo y deseo ser amado. El otro de continuo espera mi amor… Mi autorrealización se plasma no solo en mí, sino que, como vengo escribiendo, necesita de otro ser humano… Pobre Mowgli, pobre Tarzán…, ¡pobre Robinson!: todos necesitamos nuestro Viernes a quien amar. Mi autorrealización, pienso, está fuera de mí. Está bien que me ame, es necesario, pero lo es primaría y radicalmente para amar a los demás, como medida de mi amor a los demás, si se me permite…

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