2 de marzo de 2011

Descansa, don Miguel.

    
    El día se alarga conforme se marchan los meses hacia la primavera. Aún no anocheció. Tras los días casi primaverales vuelve el frío. Hacia la parte del río se levanta una niebla casi esculpida, estática, densa. De la ladera del fondo una columna de humo abandona el olivar con la pereza de quien hace un esfuerzo ímprobo por elevarse. Un herrerillo enreda entre unos zarzales y unos zorzales alirrojos se narran sucesos que ignoro. Acabó el momento de leer. Cierro el libro. Medito. En algunos momentos el silencio lo invade todo: el silencio de la aniquilación. Un silencio sólo comparable al que habrá tres segundos después de desaparecer el mundo.
    “Pobre Unamuno”, me digo y me lamento. Le he dedicado unas horas a comentar su sufrimiento, su querer creer… Sigo por los meandros de su vida. Sus peleas personales: dimes y diretes, su mujer, su rectorado, sus hijos, sus libros, España, sus viajes… Pienso y medito al hilo de su vida para poner luces en mi propia vida, en la vida de quienes puedan leer esto y les pudiera servir. Nada que demostrar. Lo evidente no necesita demostración y quien conozca a Unamuno sabe de sus modos, de sus obsesiones, de sus ansias inconmensurables de eternidad… Su triste tozudez, sus planteamientos pueriles, a veces. Ante la arbitrariedad y la veleidad de Unamuno, como ante el juicio de un niño, no caben apelaciones. Hay lo que hay.
    Siempre, al final, uno se cruza con pigmeos que se alimentan del olor de las manzanas y carecen de raciocinio y si no, consulten el Libro de las maravillas del mundo, atribuido con bastante certeza a Juan de Mantevilla o Mandavila. He hablado durante estos días con Unamuno de asuntos capitales. Me cansa. Tengo sensación de circularidad un tanto absurda. No siempre es posible hablar con los demás, pero siempre es posible callar con ellos. Enmudezco por ahora. Volveré sobre él por otros derroteros…
    La noche amenaza con envolver oscura al día. El viento coquetea con las copas desnudas de los álamos y las chopas. Silencio casi absoluto. Don Miguel de Unamuno se despide camino de la ciudad roja de Salamanca, allá en la meseta castellana. Descansa, don Miguel, descansa.

2 comentarios:

  1. Antonio José, magnífica la estampa paisajística, ¿cómo era? Tú me levantas Castilla/ en la rugosa palma de tu mano.
    Qué remanso el tuyo.

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  2. Gracias por tu comentario. He leído poquito la poesía de Unamuno y apenas la comenté. Se me hacía dura al oído y quizá ahora debiera volver sobre ella. Hago propósito de leerla y meditarla. En el libro de los Rabaté se recogen los empeños de don Miguel con sus poemas: Ese hombre hosco que habla de la belleza del mundo exterior, sobre todo. Su mundo interior es áspero.
    Hace años, José Antonio, llegué a escribir hasta cuatro columnas en dos periódicos. Cuando leo tu blog me recuerdas a todo aquello: entonces Felipe y sus chicos... Manolo Chaves eterno. “Arfonzo” Guerra... en blanco y negro en “La Clave” de Balbín. Admiro tu afán y aplaudo tu empeño. En España no hay muchos Zu Guttenberg dispuestos a reconocer errores, pedir perdón y dimitir, sean del ámbito público que sean.

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