1 de marzo de 2011

Pobre Unamuno enredado en sí

    En su discurso de recepción del Nobel, Vargas-Llosa, dirigiéndose a su mujer, Patricia, leía: “y es tan generosa que, hasta cuando cree que me riñe, me hace el mejor de los elogios: Mario, para lo único que tú sirves es para escribir”. Sin duda es un piropo de agradecimiento a su esposa y una cortés hipérbole con respecto a sí mismo.
    Sigo a vueltas con la problemática unamuniana.
    Viajaba el Principito de Saint-Exupéry en busca de un amigo. Su flor lo venció con sus mil impertinencias: vanidosa, coqueta, taimada, impaciente, exigente…, mentirosa, ¿o era sólo fingidora? La flor, sin embargo, lo domesticó, era única para él, la amaba –el amor es ciego, afirma Tomás de Aquino en la Summa-, mas fue imposible la convivencia con ella. Llegó nuestro hombrecito a unos planetas donde halló un rey, un borracho… y un vanidoso, y aquí me paro.
    Larguísimo texto de Saint-Exupéry. Lo he meditado innumerables veces. Habita en mis máquinas desde hace décadas. El texto es de Ciudadela:

Mientras tanto, se me planteó el problema del sabor de las cosas. Y los de este campamento fabricaban vasijas de barro que eran bellas. Y los de este otro, las fabricaban feas. Y comprendí con evidencia que no había ley formulable para embellecer las vasijas. Ni con inversiones para el aprendizaje, ni mediante con­cursos y honores. Observé incluso que aquellos que trabajaban en nombre de una ambición distinta, por la calidad del objeto, aun­ si consagraban las noches a su trabajo, sólo lograban obje­tos pretenciosos, vulgares y complicados. Porque, de hecho, sus noches en vela las dedicaban a su venalidad; o a su lujuria, o a su vanidad, es decir, a sí mismos, y ya no se intercambiaban en Dios intercambiándose con un objeto convertido en fuente de sacrificio e imagen de Dios, donde las arrugas y los suspiros y los pesados párpados y las manos temblorosas de haber modelado tanto y las satisfacciones del atardecer después del trabajo y el desgaste del fervor van a confundirse. Pues sólo conozco un acto fértil, que es la oración; pero conozco también que todo acto es oración si es don de sí para llegar a ser. Es como el ave que construye su nido, y el nido es tibio; como la abeja que fabrica su miel, y la miel es dulce; como el hombre que moldea su vasija por amor a la vasija, es decir por amor, es decir por oración. )Crees en el poema escrito para ser vendido? Si el poema es objeto de comercio, ya no es poema. Si la vasija es objeto de concurso, ya no es vasija e imagen de Dios. Es imagen de tu vanidad y de tus apetitos vulgares.
   
    “El literato suele serlo o por vanidad o porque no sabe hacer otra cosa”, escribe Unamuno en La Nación, hacia 1900, en un artículo-carta titulado Examen de conciencia… Vargas-Llosa escribe porque no sabe hacer otra cosa, pobrecito. Ni quiero ni puedo ni debo meterme en la intención de don Miguel, pero su vasija, su obra, sus afanes ¿pueden ser acaso “imagen de su vanidad y de sus apetitos vulgares”?
    Pierde la fe… leyendo según Laín Entralgo. “Quise volver a mi antigua fe de niño. ¡Imposible! A lo que realmente he vuelto es a cierto cristianismo sentimental, algo vago, al cristianismo llamado protestantismo liberal”, escribe Unamuno; quiere que el misterio se reduzca a su razón. ¿Se puede saber cómo va a volver un viejo a la fe del niño? La respuesta está en un texto del Evangelio… El capítulo 3 de San Juan. Unamuno desafía a Dios. Insisto, volvemos al diagnóstico de Marías: la debilidad unamuniana fue la presunción. Escribe el bilbaino a Fernando Díaz de Mendoza, esposa de María Guerrero: “Ya dirá usted que soy un pelma y un petulante. En efecto, la petulancia es en mí característica. Tengo una fe ciega en mí mismo.”
    Mantiene la pelea inútil del soberbio: ni hierra ni quita el banco. Es la pelea ejemplar de San Agustín, y de tantos, pero Unamuno no permite que Dios penetre en su alma, que la gracia lo ayude. Ante los demás se jacta de sus luchas a brazo partido con un Dios que él ha creado a su imagen y semejanza; ante Dios se muestra altanero, desafiante, petulante…; ante sí propio, en su soledad, en presencia de su mujer, se derrumba y llora… le gustaría, querría, pero ni quiere ni puede porque no conoce a Dios, no lo ama: se ama a él. Halla una y otra vez la insalvable valla de su soberbia, su capacidad, su yo, su poder con el que desea organizarle el mundo a Dios: vanidad y apetitos vulgares… Los caminos del Señor no son nuestros caminos…, afirma Isaías.
    Unamuno quiso comerse la realidad a mandíbula batiente: trabajador infatigable, padre amoroso –dicen, conocí a quien lo trató-, marido amable… Insoportable para los demás, y él lo sabe y lo dice y lo escribe, porque se mete, creyéndose administrador del derecho divino, donde sólo Dios y los amigos pueden entrar. Escupe su modo de ver el mundo a los demás. Don Miguel se cree llamado a cambiar España, el mundo, como un titán al margen de Dios. Vino Cristo al mundo y no lo escucharon, pasó Cristo por el mundo y está esto hecho un solar… ¿Se puede saber quién se creyó ser este fantástico soberbio? “Miguel de Unamuno”, seguro respondería él con aplomo.
    Y dice Clarín por muchos, en La vida es sueño:

                                           Y si Humildad y Soberbia
                                           no te obligan, personajes
                                           que han movido y  
                                           removido mil autos
                                           sacramentales, yo, ni
                                           humilde ni soberbio,
                                           sino entre las dos mitades
                                           entreverado, te pido que
                                           nos remedies y ampares.
   
    (Comprendo que estamos en una sociedad impaciente y febril, superficial, con un umbral de resistencia al fracaso, al esfuerzo, etc. bajo, a ras de suela. Patientia, mandó Adriano poner en unas monedas que acuñó en los aledaños de su final. A veces hay conversaciones que conviene echarlas largas, a calzón quieto… Va uno y vuelve sobre lo leído, lo pensando. Constante, recio, como el cazador que patea de nuevo el terreno ya cazado: sabe que la perdiz se amaga y no levanta. Vuelve con la esperanza de que la nariz del perro y su tesón venzan la taimada actitud del pájaro, al que la vida le va en el lance. En eso estoy). Estoy yendo…

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