26 de agosto de 2014

Baroja, Pío, LA CIUDAD DE LA NIEBLA (I)





       Leer una novela de Baroja es pasear por un escenario familiar y conocido, hogareño. La primera obra que leí de Baroja, tendría yo 15 años, fue Las inquietudes de Shanti Andía. Tras él vinieron decenas de títulos hasta el punto de ser este autor quien provocó que empezara a tomar nota en unas listas -que creo conservar- de los libros que iba leyendo porque, en ocasiones, al ir a la biblioteca pública, volvía a sacar títulos ya leídos… Luego, con los años, perdí en algún préstamo -¡qué raro!, ¿verdad?- mi ejemplar de Las inquietudes y lo volví a comprar y a leer (de esto hace menos de veinte años) y me defraudó sobremanera el recuerdo que de ella guardaba en esta segunda oportunidad: a lo peor hay lecturas que, como algunos amores, solo aguantan una oportunidad.

         Con la lectura de la biografía de José Calos Mainer que comente aquí, me animé a comprar de segunda mano muchos de los libros que había leído de Baroja y algunos que no recordaba haber leído, entre ellos esta Ciudad de la niebla, que estoy seguro de no haber leído jamás (muy probablemente porque no estuvo en mi campo de tiro lector por lo que fuera, pues si no me falla la memoria llegué a leerme todos los libros del autor vasco que había en la Casa de la cultura; como me ocurrió con Azorín, Delibes…, por ejemplo).
         (Es curioso que empiezo a redactar esto sin releer lo que escribí en la entrada de la biografía de Mainer sobre Baroja. Rarísima vez releo lo que escribo, ¡bastante hago ya con escribirlo! Mis obras, una vez editadas, nunca. Me paro, digo, quiero decir… que me vuelvo sobre lo escrito de Mainer en este blog… y me encuentro allí con las explicaciones que aquí repito: entiendo que esta es circunstancia propia de viejos y a estas alturas ya se ve que entro de lleno en el cupo).
         Cuando yo era lector joven, Baroja a veces me irritaba: su amargura, su misoginia, su actitud antitodo, su visión negativa de todos y de todo… Ahora, sin embargo, me produce cierta conmiseración. Me hacen gracia sus rabietas, sus obsesiones, su acritud un tanto infantil de abuelete cascarrabias…, pobre Baroja, ¿quién lo lee, me pregunto de nuevo?
         La ciudad de la niebla es una novela cuyo protagonista es Londres. Es la segunda obra de la trilogía titulada La raza (La dama errante, La ciudad de la niebla y El árbol de la ciencia). Creo que en la obra carece de cualquier interés la peripecia vital del doctor Aracil y de su hija María, el par de anarquistas que huyen de Madrid a Londres tras el atentado al rey en el que se ven inmiscuidos. Tampoco lo tienen demasiado las docenas de personajes que entran y salen por los renglones de la obra y sus capítulos (con su título instigador al inicio como gustaba a Baroja, copiando los modelos de los folletones): y, sin embargo, todos ellos, estos personajes que pululan a pares en cada renglón, aportan su granito de arena para conformar el cuadro subjetivo que nos muestra Baroja del Londres que él, supongo, en parte conoció y en parte imaginó sentado en el hogar, al brasero, con la bufanda, la boina y las zapatillas de estar en casa puestas… me figuro. Un anarquista, un nihilista, un idealista, una borracha, un hortera, un obrero, un cuentista, un judío, un polaco, un socialista, una rusa… y todos artistas de un vivir en el borde de un mundo donde el paso siguiente da irremisiblemente en un abismo sin fondo… Viajeros, suicidas, miserables, marginados que bullen por un Londres oscuro, sucio, húmedo y humeante, laborioso, borrachín, empobrecido, embrutecido… que son las capas sociales en que Baroja detiene su pluma descriptiva.
         Creo que esta novela bien puede servir de modelo de novela barojiana en su contenido y en su estilo, en su trama y su estructura. En general se muestra don Pío sobrio en lo sentimental y directo, ágil, sencillo en los términos elegidos para describir o hacer avanzar su narración. Su sencillez estilística, su retórica de arte menor –creo que esta expresión era de Azorín-, como la de su compañero de generación, Antonio Machado, es fruto de un estilo personal que se depura con los años y que huye de lo ampuloso para elegir lo simple, lo directo, lo eficaz.

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