23 de mayo de 2014

Maura Gamazo, Gabriel, RECUERDOS DE MI VIDA (II)



     

         Si se me permite -¡y no hay más libertad que la que uno se toma!-, voy a irme al final de la obra de Maura Gamazo y lo hago con tristeza, por él y por compasión con quien sufre, pues me parece terrible su confesión. Hablando de quienes magnánimos y altruistas se ofrecen al servicio sin tasa en España, bien podrían padecer lo que él sufrió, pues “estoy no menos persuadido de que pierden tan deplorablemente su tiempo, como lo perdí yo desde 1904 a 1931” (p. 254), confiesa el autor a cuatro páginas de cerrar su libro. Me acuerdo del balance que María Jesús González hizo del quehacer político de su padre, Antonio Maura, que calificó, y así lo recogí, de fracaso. La rectitud en el servicio a los demás, aquí, en España… parece ser eso. Quien lava el burro, pierde el tiempo y el jabón, dice un refrán, creo que no castellano. Es lo que hay de tejas abajo.

         El autor, refiriéndose a su padre, a quien considero con más peso que él y más brillante –en mis cortas luces-, reafirma una idea que ya conocíamos: una rectitud en su obrar que le hacía chocar con muchos otros más volubles, flácidos, listos y aptos para la política. Una de sus medidas fue cortar el grifo de los fondos de reptiles que daban de beber a periódicos y periodistas para que emplearan el sahumerio a beneficio de inventario como forma de información. Como es lógico, cortados los pagos y beneficios bajo cuerda a la prensa… se enfrentó su padre –como otros muchos- contra la interesada y tendenciosa noticia que procuraba poner a caer de un burro al culpable que no engrasaba los ejes. A ellos los Maura los llamaban “los caciques de la publicidad”; en tanto que poder, cuarto lo llaman, los periódicos no son árbitros sino de la dirección que sus amos mandan (ya viene empujando Canalejas con su Heraldo de Madrid).

         Ya nos contó M. J. González -antes en el tiempo lo hizo su hijo- que Antonio Maura no era un public relations, que se dice ahora: no asistía a tertulias fuera de su casa, no promovió periódicos propios para dar publicidad a sus quehaceres y los de su partido… y todo esto, lo sabemos, jugó en su contra. Cuenta una anécdota en la que siendo su padre parlamentario bisoño, al aplaudir el acertado discurso de un adversario político, fue corregido por un viejo perro del Congreso que le corrigió: “Aprenda usted, pollo, que en esta casa los amigos hablan siempre como los ángeles; los enemigos, ladran” (p. 114): españolísima advertencia política que ve siempre en el adversario al enemigo al que se debe laminar lo antes posible.

         Reconozco que no deja de impresionarme el hecho de que un diputado como Pablo Iglesias –no sé gran cosa del fundador del PSOE y la UGT- “proclamara en el Congreso que contra hombre como él [se refería a Antonio Maura] era lícito el atentado personal” (p. 141), lo que me da que pensar sobre el aserto que pide “que se muera quien nos ha conocido”.

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