26 de abril de 2012

Admirar, compararme, idolatrar, identificarme con... (I).


            Me arremango para vérmelas con la comparación, la identificación, la admiración, la idolatría…
         Todo esto surge de lo escrito por Rafa Ballesteros, ¡que no para de inventar vericuetos para mi camino y mi Prontuario para viajeros! (Sobre el después y otros temas). Comenta Rafa en una de sus entradas del blog de la admiración que suscita el atleta o el deportista y que lleva a la identificación de la afición o la masa con ese concreto personaje. El individuo incompleto, que cada uno somos, el ser indigente, necesitado… se carga con ese otro yo esplendente, de algún modo, dice Rafa, de plenitud. Aquello de lo que carezco, pero que aquel otro a quien admiro tiene me completa, me plenifica… Rafa se plantea si realmente eso me perfecciona… Esa actitud contemplativa, admirativa… ¿a qué me conduce? Peor aún cuando, por lo que sea, el ídolo se viene abajo: falla. Es el ídolo con los pies de barro, El ídolo caído, la película del boxeador encarnado por Kirk Douglas…
         No sin cierto rubor afirmo que tengo en casa más de 600 libros sin leer. Es decir: dispongo de tal cantidad de libros que no seré capaz, salvo cambio de vida, de leer en los años que Dios disponga mi muerte. Son muchos libros y mi tiempo no es el de antes… Uno de los libros que siempre ando a vueltas con él, un libro que incluso, recién comprado, inicié y que se quedó por otras urgencias a medias… es un libro precisamente sobre la admiración, La virtud en la mirada, título sugerentísimo del pensador Aurelio Arteta (ni del libro ni del autor puedo decir apenas nada).
         Rafa, admirar es la traducción positiva y magnánima, del miserable modo de decir envidia sana, envidia buena. No hay envidia buena, como no hay vicio bueno… El vicio, el pecado, la hybris, nunca es bueno. Admirar, sin embargo, no es vicio, sino que engrandece a quien así mira y comporta unas virtudes en quien lo practica en modo alguno desdeñables. Admiro así la belleza, admiro el bien, admiro la verdad… Me regodeo en ellas. El bien, su disfrute, me ayuda a crecer, es actividad felicitaria. Entre la mirada limpia y clara de quien se emboba ante la belleza de una mujer y quien la ensucia con su lujuria hay una distancia que la mujer percibe. Tu amigo Ortega decía que quien ante una mujer guapa no aplaude es un pobre hombre o poco menos, venía a decir. La belleza invita a aplaudir, por supuesto. Una buena acción. Un perfume amable que nos embriaga y nos transporta; un paisaje… Un atleta que corre, tensado como un arco, al borde del agotamiento, los músculos al cien por mil… ¡admirable!
         El fenómeno de las masas estudiado por Spengler y muy particularmente en España por Ortega, con quien tú conversabas últimamente, ha cambiado en el siglo XX el modo de mirar y de admirar. La masa enfervorecida nunca antes vista en esas cantidades de personas, muchas veces animales gregarios, acumulados, enajenados… mira a un líder. Recuerda, Rafa, por un momento los tremebundos discursos de Hitler a esas masas rendidas a sus pies (contaba Vallejo Nájera, creo que el padre, el autor de Locos egregios, que los discursos de Hitler iban creciendo en tono e intensidad hasta literalmente enfervorecer a su auditorio; lo confesaba él, conocedor de la  lengua alemana y que pudo escuchar a través de la radio esos discursos).
         Me temo que esta admiración en el hombre, animal que por social puede caer, y padece, el gregarismo, es mala. La admiración que convierte al admirado en ídolo intocable, en becerro de oro o bronce… cruza la raya de lo deseable.

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