Me van a permitir una enumeración. Si
usted se harta, se la salta por donde le pete o por donde pueda, que usted muy
libre es.
El deporte consigue
unir lo que otras cosas rompen muy rápido.
U. actividades, acciones, labores.
El Humanismo, que podía
haber permanecido más «abierto» a las cosas de
Dios» se hizo cada día más belicoso, pasando progresivamente del ateísmo
«académico» al ateísmo «militante». U. realidades, al querer, a la voluntad, al amor…
Insistamos en que la cosa no es tan simple.
U. asunto, problema, causa, dificultad, gestión…
Zidane tiene muchas cosas que arreglar. U. Problemas, conflictos, defectos, tácticas… inconvenientes.
Cosas
de niños. Cosas de mayores… U.
Situaciones, actos, acciones, realidades, ocurrencias,
hechos…
La cosa
tiene miga. U. la historia, el problema, el
caso, el suceso, el hallazgo, el desplome…
Las cosas
del vicepresidente. U. chanchullos, marrullerías,
costumbres, vicios, virtudes…
Las primeras cosas las publiqué… U. cuentos, escritos, narraciones, artículos…
El niño va haciendo sus
cositas. U.
gracias, deposiciones, deberes, obligaciones, piruetas…
… Y podría continuar.
Escribe Ortega: “Yo
sostengo que el hombre no ha filosofado siempre; pero en cambio pienso que
desde que hay filosofía todos los hombres pertenecientes a la civilización
occidental, o por esta influidos, filosofan al hablar, quieran o no, en una u
otra cuantía. Ejemplo de ello es que emplean el vocablo «cosas» = «sustancias»
[...] todos, en efecto, llevamos -o arrastramos una herencia ontológica” (IX,
778).
Contaba un buen amigo
mío que es normal que no todos nos fijemos en lo mismo. Hay una tendencia a
mirar aquello que más y mejor entendemos, aunque, a veces, lo mirado no sea
entendido del todo: el zapatero los zapatos, el camisero las camisas, el
carpintero la hechura de las puertas... Ortega, como filósofo –“¡Hay gente pa
too!”, que le dijo Rafael, el Gallo-, se fija en el empleo
ontológico del vocablo cosa o cosas como una realidad necesaria e
innegable entre el hombre y los seres, es decir, una relación entre el hombre y
las cosas, entre el hombre y el mundo.
A mí, aprendiz de todo
y maestro en nada, me llama la atención el empleo continuo, por mí mismo, del
término cosa o cosas. La relación leída arriba ha sido fruto de
una recolección anárquica y casual de expresiones halladas en libros,
periódicos, etc. No son inventadas por mí exprofeso. Las han dicho o escrito
otros y yo me limite a listarlas. El denominador común en todas ellas es la
inexactitud por pereza mental, la generalidad por desidia, la elección del
conjunto por el ser o realidad concreta a la que se hace referencia. Digamos
que, lo asequible mental del recurso, me hacía suponer que venía de antiguo, como
así es: se usa por primera vez ¡en las Glosas silenses en la segunda
mitad del siglo X! Es obvio el principio físico que afirma que todo cuerpo
tiende al mínimo esfuerzo y la línea recta es la distancia más corta entre dos
puntos, incluida la inteligencia que ha de nombrar los objetos y las realidades
que pretende designar y para eso, sin duda, el término cosa y su plural
son un atajo impagable. Al final, entiendo se trata de una sinécdoque del todo
por la parte que evita complicaciones, a veces innecesaria: la cosa
o las cosas a todo engloba y encierra, resume y mete cualquier gato en
la talega; tanto quiere decir que en ocasiones nada nombra.
Es cierto que su empleo
puede llevar a equívocos (“¡Qué cosas más grandes tiene tu padre!”); a juegos
de palabras más o menos de buen gusto o picantes, a veces incluso implica al
pudor (“La cosa se le engurruñó”, afirma una mamá sobre el pene de su niño
chiquito). No olvidaré en mi vida la primera vez –la primera de muchas- que me
dijeron que una alumna había abandonado el aula por “cosas de las mujeres”…
Entendí casi de inmediato que se trataba de “la visita del nuncio”, que dice la
Lunares en Luces de bohemia, pero no me negará que la expresión “cosas
de las mujeres” deja abierto un portón de popa como el de un buque de
desembarcos.
No cabe duda que en el
lenguaje oral se emplean los ya repetidos términos con más frecuencia que en el
escrito, donde la mano o los dedos, más lentos que la lengua, permiten buscar y
hallar el término más adecuado con respecto a la realidad que se desea
designar. No obstante, insisto, he hallado el atajo de las cosas en
escritores clásicos por indiscutibles y en textos igualmente validados y
valiosos. Insisto en que no he buscado ni con tesón ni con intención. Cierro como
aquel novelista que concluyo su obra diciendo: “iQué cosas, Amanda!”.
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