Fulanito, decimos, es normal.
Muy normal: de lo más normal… Lo normal es lo no extravagante, o
anormal, escaso, raro, extraño, excepcional, anómalo. Lo normal es la alta
frecuencia con que un hecho o conducta ocurren (o se espera que ocurran), se da
cuenta de una media estadística. Y a eso
se aspira: todo somos normales, es decir: too er mundo e güeno.
Admirar comporta un empujón interior
que promueve a la emulación del bien desplegado, poseído, ganado… por esa
persona admirada; pero ya, parece ser, no hay héroes, no hay santos, no hay
modelos… ¡solo faltaría! ¿En qué posición y a qué altura quedaría yo? Los
tópicos son el guiño de complicidad que nos hacemos unos a otros y que nos
ayudan a asumir que pertenecemos a un mismo grupo: somos normales, más
o menos iguales; una misma bandera da cobijo al grupo. ¿Quién se atreve a
destacar y en qué? El concepto de bondad es relativo, por tanto, que cada
caminante siga su camino.
Recuerda Arteta, al hilo de la normalidad
ambiental instalada por doquier, a Adolf Eichmann, teniente coronel de las SS nazi y
principal responsable de las deportaciones masivas que acabaron con la vida de
más de seis millones de judíos. El plan de defensa desplegado por este
hombre, responsable de todo ese horror, en el juicio al que fue sometido en
Israel, dio pie a una expresión terrible acuñada por Hannah Arendt y un libro
sobre ello: Eichmann desde Jerusalén, al que puso el subtítulo: Sobre la
banalidad del mal. La negrita es mía. Eichmann y tantos otros nazis, miles
y miles de ellos, asumieron las órdenes que recibían y las ejecutaron con
perfección (v. también la película documental Claude Lanzmann Shoah y se verá
de nuevo más de lo mismo). Insisto: es la banalización del mal. ¿Por qué había
de oponerme yo, encargado de los recorridos de los trenes, por ejemplo, a que
estos no funcionaran y marcharan a la perfección, quién soy yo para juzgar si
llevan vacas, corderos o judíos polacos a la estación de Treblinka? Yo,
perdone, soy una persona normal… No pretendo que nadie me imite ni yo tengo por
qué seguir ni imitar a nadie. Cumplo con mi obligación como un funcionario
normal, es decir, ejemplar.
La Ética predica la búsqueda de
la propia excelencia. Es justo la tarea del héroe. Su libertad le hace
necesaria la moral que lo conduce, que lo lleva a autoconstituirse en la acción
(Aristóteles): con cada decisión se está inventando su propia vida, su modo de
estar instalado en ella, tomando una postura ante la realidad. El hombre
normal, sin embargo, es el perezoso que se agazapa sobre sí mismo. El hombre
normal es un redomado egoísta, ahora veremos con qué clase
de enfermedad, porque es aquel hombre
al que las cosas no le parecen tal como son. Es un miope espiritual que carece de
la vista necesaria para calibrar los defectos propios y los de los demás; sus
propias virtudes y las de los demás. Suele estar chepado de tanto encogerse de
hombros. Vive en la acedia.
Así pues… del humus de la normalidad,
de la banalización del mal (y, por tanto, del bien) nacen individuos rencorosos
cuya actividad consiste en rechazar al excelente, a quien sobresale (nadie debe
hacerlo en las aulas, por ejemplo: “Hijo mío, tú sé como los demás. Sé
normal”). ¿Se puede criticar la generosidad de quien da a fondo perdido medios,
su tiempo, su vida…? ¿No es acaso lo que padece un señor llamado Amancio
Ortega, por ejemplo, en España? ¿Usted quién es para dar su tiempo a los
demás?, se le puede preguntar al voluntario. Es miseria de estos tiempos
que, si antes, se justificaban las malas acciones, ahora hay que justificar las
buenas (Camus).
Se puede afirmar que lo aquí expuesto
es una vigencia: un ser de las cosas en que se nace y se vive, se asume
inconscientemente, forma parte normalizada del panorama personal de quienes
viven así. No hay examen de la conducta porque no hay referentes. El examen de
conciencia de las escuelas presocráticas (Hadot), por ejemplo, o de los
cristianos, tiene como fin la mejora de la persona, la búsqueda de la
excelencia y la felicidad…, pero ¿de quién hablamos? ¿Qué es lo bueno o lo
malo? ¿Qué es el bien y quién lo encarna? ¿Acaso existe la verdad? ¿No es todo
relativo? El rencoroso justifica su rencor. El infierno, el malo, siempre es el
otro, los otros.
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