25 de febrero de 2014

Paso TRES de cinco, Bishop: Donde se reflexiona del comentario de obras



       
         Recuerdo con cariño a don Antonio Aldaz, profesor que fue de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Granada, quien mantenía que una tesis doctoral sobre un autor y la interpretación de su obra carecía de sentido, pues lo que se podía decir al respecto ya lo había dicho el propio autor y no necesitaba escoliastas. Gerardo Diego -escribía Daniel Innerarity- recordaba una vez que alguien le había preguntado qué había querido decir con unos versos, y él le contestó: he querido decir lo que he dicho, porque si hubiera querido decir otra cosa, la habría dicho. (Esta resistencia a la paráfrasis o la traducción es más evidente aún en el caso de la música, con la que la poesía guarda un estrecho parentesco).
               En un primer paso, ¿hasta qué punto es deseable, necesario, el comentario, la explicación de una obra? ¿Acaso alguien escribió una obra para que fuera comentada? Todo comentario, se entiende, comporta de algún modo una alteración del texto. ¿Qué puedo hacer ante un cuadro además de mirarlo, o al oír una sinfonía además de escucharla, o al leer un poema… además de gozarlo?
               Cuenta el evangelio en Hechos 8, 26-39 que, movido por el Espíritu, Felipe se fue al camino entre Jerusalén y Gaza donde halló al eunuco etiope que leía a Isaías y quien, a la pregunta de Felipe de si entendía o no el texto, responde: “¿Y cómo podré, si alguno no me enseñare?”. El bien de suyo es difusivo, afirma el Aquinate. Quien tiene algo bueno desea comunicarlo a quienes le rodean… Así, Felipe quiere explicar al eunuco el texto, por ejemplo.
               En el siglo V antes de Cristo, en las escuelas de corte platónico el comentario es un medio de enseñanza y aprendizaje, y mejora. ¿Qué son si no los llamados Coloquios de Epicteto? Ciertamente esos comentarios en las escuelas filosóficas tienen una finalidad moral, didáctica. Todo comentario era considerado un ejercicio espiritual, no sólo porque la indagación del sentido de un texto exige en realidad cualidades morales de modestia y de amor a la verdad, sino también porque la lectura de cada obra debe motivar una transformación en el oyente o el lector del comentario, como lo atestiguan por ejemplo las oraciones finales que Simplicio, exegeta neoplatónico de Aristóteles y de Epicteto, colocó al final de algunos de sus comentarios y que en cada ocasión enuncian el beneficio espiritual que se puede obtener de la exégesis de tal o cual escrito, por ejemplo, la nobleza de sentimientos al leer el tratado Del cielo de Aristóteles, o la rectificación de la razón al leer el Manual de Epicteto.
               Todo texto, entiendo es… como es y resulta imposible alterar cualquier texto literario sin destruirlo, sin atentar contra él de alguna manera. «Podría incluso afirmarse –escribe Coleridge- que es más fácil sacar con las manos una piedra de las pirámides que alterar una palabra o la posición de una palabra en Milton o Shakespeare (al menos en sus obras más importantes) sin hacer decir al autor algo distinto o peor de lo que dice».
               Mi afán en tanto que humilde comentarista de obras, como lector, es un afán comunicativo. Deseo hacer partícipes a los demás de lo que leo, de lo que disfruto con la lectura. Intento siempre mejorar, crecer como persona, en cuanto hago… No olvidaré nunca, y tampoco creo tener un motivo especial para recordarlo, pero así es, desde que lo leí, la primera vez que me acerqué a Platón. Lo hice en el manual de Hirschberger y se me quedó grabado que Platón comienza su filosofar donde terminaba el de Sócrates, en el problema de la esencia del bien. Continúa…

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