7 de enero de 2014

Ortega y Gasste, José, EL ESPECTADOR (VV. III y IV)



         Cuando le comento a mi colega, y además amigo, Joaquín Valdivia que estoy leyendo un volumen de El Espectador afirma sin dudarlo que “don José es un sociólogo”, y es que para Joaquín, Ortega no es un pensador cualquiera, sino un autor estimado a quien dedicó muchas horas para una tesina y de ahí el reverencial don José. Marías, Julián, sin embargo, que también le dedicó unos ratos, afirma por ahí que él fue el primero en bautizar a José Ortega y Gasset con Ortega a secas y así cómo solo hay un Juan Ramón en la Literatura española, y un solo Ramón o un solo Federico, en el pensamiento en lengua española solo hay un Ortega.
         Me he entretenido en la lectura de esta obra de Ortega por una simple razón. Hace muchísimos años que compré y leí los otros tomos que se publicaron en un momento crucial de la historia de España y del pensamiento orteguiano, entre 1916 y 1934. Ortega mantuvo siempre que el periódico era la plazuela donde en la época de las masas se discutía, se debatía. El periódico era el foro y el ágora propicios donde tender, a la luz de los demás, las ideas para que se repristinarán en el roce con la realidad y los comentarios de todos. Muchos de sus libros, de sus escritos nacen al calor de su diletantismo, de su capricho y así estos volúmenes están compuestos por artículos de varia lección y temática.
         El Espectador lo componen ocho libros que Espasa publicó en su colección Austral allá por el 66. Siendo un muchacho compré todos los volúmenes que hallé en una librería de lance, pero me faltaba el libro que recogía los volúmenes III y IV de esta obra, que ahora hallé también en otra librería de segunda mano (la manía de subrayar con boli los libros es una desconsideración propia de ricos y tontos) y que ahora he leído.
         Hay obras y autores que, de algún modo, suponen para mí un retorno a casa, a los muebles mil veces usados, a las estancias y sus olores reconocibles, a los rostros que nos son amables. Con Ortega me sucede algo así. Nadie se rasgue las vestiduras: las visiones de Ortega, sus giros sobre los temas, me recuerdan con frecuencia a las miradas, más superficiales, lúdicas, de Ramón. La jovialidad continuada de Ortega me llama la atención y me pregunto cómo fue posible que después padeciera una depresión terrible en Argentina, ¿cómo este hombre tan vitalista, tan raciovitalista se hundió en semejante sima? Dicen que fue el alejamiento de España y en particular de su biblioteca, de sus libros, de sus amigos… No me extraña, pero siempre me admira su indómito asombro por todo lo naciente, lo limpio, lo bárbaro, lo extremo, lo salvaje, por lo impetuoso, fueran paisajes, personas, obras de la índole que fueren.
         Sin duda alguna Ortega hace con la palabra española y la metáfora una gimnasia que era necesaria al pensamiento en la lengua del Cid y que tantos otros hablaban al otro lado del charco. Hizo de su vida el empeño de sacar a España de su notable postración intelectual y así escribía: “este ensayo de aprendizaje intelectual había que hacerlo allí donde estaba el español: en la charla amistosa, en el periódico, en la conferencia. Y era preciso atraerle hacia la exactitud de la idea con la gracia del giro. En España para persuadir es menester antes seducir”. Desde mi punto de vista y gusto Ortega en ese proceso seductivo tensa en exceso el arco de la comunicación y a veces, se rompe, es mi opinión, en una pedantería excesiva. Él mismo, me temo, era una persona excesiva y desbordante.
         De muchas ideas tomo notas, copio textos. Nihil novum sub sole y menos aún en su obra, pero sí que se olvidan detalles que me son refrescados y así el concepto de valor, que tan claramente aprendí de un compañero de su generación y colega, paisano mío, García Morente.
         Insisto en que leer a Ortega es darse la oportunidad de volver a disfrutar de los espacios conocidos, otorgarnos el pequeño lujo de meditar de la mano de alguien con quien estaremos o no de acuerdo, pero que siempre nos invita a ser nosotros mismos, a repensarnos y repensar nuestra circunstancia.

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