Cuando
le comento a mi colega, y además amigo, Joaquín Valdivia que estoy leyendo un
volumen de El Espectador afirma sin
dudarlo que “don José es un sociólogo”, y es que para Joaquín, Ortega no es un pensador
cualquiera, sino un autor estimado a quien dedicó muchas horas para una tesina
y de ahí el reverencial don José. Marías,
Julián, sin embargo, que también le dedicó unos ratos, afirma por ahí que él
fue el primero en bautizar a José Ortega y Gasset con Ortega a secas y así cómo solo hay un Juan Ramón en la Literatura
española, y un solo Ramón o un solo Federico, en el pensamiento en lengua
española solo hay un Ortega.
Me
he entretenido en la lectura de esta obra de Ortega por una simple razón. Hace
muchísimos años que compré y leí los otros tomos que se publicaron en un
momento crucial de la historia de España y del pensamiento orteguiano, entre
1916 y 1934. Ortega mantuvo siempre que el periódico era la plazuela donde en
la época de las masas se discutía, se debatía. El periódico era el foro y el
ágora propicios donde tender, a la luz de los demás, las ideas para que se
repristinarán en el roce con la realidad y los comentarios de todos. Muchos de
sus libros, de sus escritos nacen al calor de su diletantismo, de su capricho y
así estos volúmenes están compuestos por artículos de varia lección y temática.
El Espectador lo componen ocho libros
que Espasa publicó en su colección Austral allá por el 66. Siendo un muchacho
compré todos los volúmenes que hallé en una librería de lance, pero me faltaba
el libro que recogía los volúmenes III y IV de esta obra, que ahora hallé
también en otra librería de segunda mano (la manía de subrayar con boli los
libros es una desconsideración propia de ricos y tontos) y que ahora he leído.
Hay
obras y autores que, de algún modo, suponen para mí un retorno a casa, a los
muebles mil veces usados, a las estancias y sus olores reconocibles, a los
rostros que nos son amables. Con Ortega me sucede algo así. Nadie se rasgue las
vestiduras: las visiones de Ortega, sus giros sobre los temas, me recuerdan con
frecuencia a las miradas, más superficiales, lúdicas, de Ramón. La jovialidad
continuada de Ortega me llama la atención y me pregunto cómo fue posible que
después padeciera una depresión terrible en Argentina, ¿cómo este hombre tan
vitalista, tan raciovitalista se hundió en semejante sima? Dicen que fue el
alejamiento de España y en particular de su biblioteca, de sus libros, de sus
amigos… No me extraña, pero siempre me admira su indómito asombro por todo lo
naciente, lo limpio, lo bárbaro, lo extremo, lo salvaje, por lo impetuoso,
fueran paisajes, personas, obras de la índole que fueren.
Sin
duda alguna Ortega hace con la palabra española y la metáfora una gimnasia que
era necesaria al pensamiento en la lengua del Cid y que tantos otros hablaban
al otro lado del charco. Hizo de su vida el empeño de sacar a España de su
notable postración intelectual y así escribía: “este ensayo de aprendizaje intelectual había que hacerlo allí donde
estaba el español: en la charla amistosa, en el periódico, en la conferencia. Y
era preciso atraerle hacia la exactitud de la idea con la gracia del giro. En
España para persuadir es menester antes seducir”. Desde mi punto de vista y
gusto Ortega en ese proceso seductivo tensa en exceso el arco de la
comunicación y a veces, se rompe, es mi opinión, en una pedantería excesiva. Él
mismo, me temo, era una persona excesiva y desbordante.
De muchas ideas tomo notas, copio textos. Nihil novum sub sole y menos aún en su
obra, pero sí que se olvidan detalles que me son refrescados y así el concepto
de valor, que tan claramente aprendí de un compañero de su generación y colega,
paisano mío, García Morente.
Insisto en que leer a Ortega es darse la oportunidad de
volver a disfrutar de los espacios conocidos, otorgarnos el pequeño lujo de
meditar de la mano de alguien con quien estaremos o no de acuerdo, pero que
siempre nos invita a ser nosotros mismos, a repensarnos y repensar nuestra
circunstancia.
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