JOSEP FONTANA |
Antes…,
en la historia que aprendí de niño, las figuras señeras absolutamente
individuales lo eran todo: contra Roma Viriato solo, ese pastor lusitano, se
erguía en un gigante que vencía romanos en los desfiladeros y en los recodos a batallones
(igual que Asterix y Obélix en los dibujos); Agustina de Aragón, con un mechero
de yesca y un cañón, pelaba a los franceses como a los pollos en Utrera; en
Villalar a Padilla, Bravo y Maldonado le cortaron el gañote por levantarse
contra el Jefe del momento y eso no se hace, pero recogían adhesiones y
admiración, mas el Jefe era el Jefe y en ese momento era Carlos I de España y V
de Alemania (esa V no significa usted,
como algunos creyeron en algunos exámenes, sino QUINTO)… y es rey no admitía
chistes de El Jueves.
Ahora,
después de Antes, en este siglo XIX, parece que los personajes son unos
mamarrachos ramplones y bandoleros agobiados por su egoísmo, su codicia y sus
mentiras, que hacen del supuesto servicio al prójimo y a la patria su olla
gorda, sus cuentas sin cuento de billetes bajo las baldosas de los bancos
allende las fronteras. Políticos que se enriquecen, reinas más putas que las
gallinas (que aprendieron a nadar…), reyes infieles y puteros (la lista,
parece, nos llega al día de hoy). Una reina con continuos amantes de usar y
tirar, un marido maricuela con sus propios amantes, ellos, y una obsesión
religiosa enfermiza y una mamá, la regente María Cristina, a quien le crecían más
las uñas que el pelo y que arramblaba con el manso… Esta compañía de malos
titiriteros nos llenan de caprichos desde el año 33 al 68, con “Los oscuros
manejos de las tres camarillas reales: la de Isabel con su amante de turno. La
de Francisco de Asís y su cortejo frailuno y la de de la reina madre y su
consorte, atentos siempre a enriquecerse con sus negocios y especulaciones”.
¡Qué
pena de tanta buena oportunidad desaprovechada y perdida para siempre, insisto,
por el egoísmo y la codicia! ¡Cuántas ilusiones enterradas para siempre junto a
las tumbas de quienes fueron masacrados! ¡Cuánta injusticia en tantas muertes
absurdas!
Anoto
una idea de Prim (a quien, me temo, mandó matar un pariente de quien suscribe)
y de quien no ha mucho leí también una biografía (Emilio de Diego, Planeta,
2003), la idea viene a decir que había Juntas hasta en las aldeas, lo que me
pareció tan genuinamente español (no hacer nada en equipo) que se me saltaban
las lágrimas de emoción al reconocer que seguimos fieles a ese espíritu del que
tanto habló Unamuno: juntos, ¿españoles?, ¡a ningún lado!
Escrito
esto, amargo poso de la historia leída, dirijo mi mirada, la que tengo, hacia
el autor de la obra, a quien, insisto nunca hasta la fecha había leído.
Voy
tomando nota mientras leo y tengo la sensación terrible de que existe en el
libro una clarísima división maniquea entre los buenos y los malos. Reconozco
ser lego en la materia, pero nunca hasta
ahora había oído o leído el calificativo de derecha
a la política conservadora, absolutista, monárquica de María Cristina, como el
autor escribe en la página 186 y, por el contrario, no he leído ni una sola vez
el término izquierda, en ningún
lugar, incluido esta obra, para calificar a quienes podríamos caracterizar como
antagónicos a lo que la regente, en su papel de tal y después, representó. Si
hay derecha, deber haber izquierda mas en el libro no comparece
con tal significante (salvo error).
Comprendo
que el autor en un volumen de menos de 600 páginas se vea obligado a hacer una
síntesis muy sintética de la historia del XIX, pero al no hacerla por igual,
con equilibrio (¿es que debía haberlo en algún sentido?), me da la impresión de
que se hacen afirmaciones tan genéricas que se visten de falsedades de no matizarse
un poquito más. Es así curioso que creo no haber hallado en la obra religioso
que lo fuera ni medianamente bueno para el autor, salvo que fuera contra la
Iglesia. Por norma todos los religiosos ahí presentes son barojianos, fanáticos,
incultos, groseros, más no hay liberales ni laicistas que caigan en tales
excesos irracionales, pues todos parecen ser razonables, escrupulosos
cumplidores, respetuosos, equilibrados, justos y benéficos.
Citar
la anécdota como tal a pie de página bien puede ilustrar la categoría (por
cierto no hay notas al pie, aunque, al parecer, hay citas textuales), pero
hacer categoría y norma de lo puntual y anecdótico me parece superchería. Son
muchas las ridiculeces, entiendo que impropias de un autor tan distinguido y de
obra tan trabajada, a las que desciende Fontana para poner en solfa una y otra
vez a la Iglesia y a los fieles que la conformaban entonces, como ministros o
como pueblo. Una y otra vez el procedimiento empleado es simple: dejar en
ridículo escorzo por ejemplo al Papa, al margen de su maldad o bondad, pero
ridículo:
La última
legislatura de las cortes del reinado de Isabel II se inauguró el 27 de diciembre de 1867,
con un discurso en que la reina se felicitaba de «la política tan enérgica como
previsora y prudente adoptada por mi gobierno después de las rebeliones de enero
y junio del año anterior» y de la supuesta mejora de la Hacienda pública, lo
que más bien parecía un sarcasmo. (Como podía parecerlo el hecho de que el papa
Pío IX le concediera por entonces a Isabel la Rosa de Oro «por las altas
virtudes con que brillas».), p. 345
Lo
que así escrito, por su impertinencia académica, si lo fuera por un doctorando,
sería tachado inmisericorde por su director por importuno. ¿A qué viene citar
las témporas si hablamos de las almorranas? ¿En cuántos discursos de tantos y
tantos no se enaltecieron las virtudes de esa doña Isabel II siendo un puto
troncho? Al profesor Fontana se le ve el discurso.
Ciertas
ironías que si no fueran, insisto impertinentes desde el punto de vista del
discurso intelectual e histórico, harían sonreír por su malicia aquí
sencillamente van marcando un cauce desde el punto de vista ideológico que no
queda reconocido sino hasta la página 438, donde el autor confiesa su credo que
ha guiado sus apreciaciones subjetivas sobre hechos concretos y que me parece
perfecto, si se avisa de antemano, mas reconozco que entré equivocado.
Que
se me antoja a mí a estas alturas que hay historiadores guerrilleros y
trabucaires, pues todas las profesiones en España parecen ser fecundas en esto
de echar su cuarto a espadas a la hora de cazarnos entre nosotros, los
españoles, unos a otros, con bizarro odio y a tiro limpio o navajazo de
costadillo, procurando, siempre que sea posible, laminar y hacer desaparecer al
otro de la faz de la tierra. Cuando no tiros, bien podemos hacer de toda
investigación cualquier atisbo de desequilibrio, afectado ideológicamente, diciendo
verdades torticeras y a medias y sesgadas, y si no disponemos de munición real,
no está de más tirarnos documentos, libros, datos, cátedras… o muertos. Así,
por no meter mucho el dedo en el ojo y por comentarse solo, cito, por último:
“fue reprimido con la brutalidad con que actuaban habitualmente los moderados”
(p. 245), sin lugar a dudas los liberales actuaban con gran liberalidad. Serían más las citas que
esta calaña podría aportar, pero con lo visto y escrito basta.
Desde
la estantería me mira Por el bien del
imperio. Una historia del mundo desde 1945 del mismo autor. Malo sería
volver a encontrarme semejantes exabruptos en más de mil páginas con que
amenaza la obra. Tiempo al tiempo.
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