[Ya
cerrada y conclusa esta larga entrada vuelvo como si de un bucle se tratara al
comienzo de ella y a la afirmación nada novedosa que hice: el problema de
España está en su incultura. Considero que no debía olvidarme de decir algo al
respecto.
Los
esfuerzos de todo tipo: personales, económicos, sociales, profesionales
(reformistas, instuticionistas, profesores de colegios religiosos o no,
maestros nacionales, maestros de escuela…) realizados para la instrucción de la
población en general en el último siglo han sido ímprobos, objetivos,
mensurables, y, evidentemente, no infructuosos, pero aún insisto, insuficientes:
somos un país inculto y una nación maleducada en general, y con salir a la
calle y mirar nos ahorramos el abono de una encuesta.
Arrastramos
hasta hoy varios traumas descomunales que son taras, casi, de una raza y unos
pueblos, campos de nuestras batallas españolas viscerales:
El
ejército,
lo militar en sentido lato, digamos,
creo que debemos darlo por zanjado, entre otras causas, por la inclusión de
España en la OTAN y la última militarada fue el patochada del 23-F. Quizá
queden aún zonas oscuras con respecto a esta, pero no proyectan sombra. Lo
militar ha dejado de ser un problema que lo fue hasta hace… no tanto.
A
la religión
la ha convertido en un gran lodazal. Muy particularmente los católicos quienes,
con símbolos y estandarte de la Iglesia, para su uso particular, las han metido,
a la religión y a la Iglesia católica, en banderías políticas, económicas, etc.
que no le corresponden desde ciertos ángulos a las que se les fuerza y a las
que se le declaran enemigos viscerales. Estos no son sino un laicismo rampante
que pretende imponer una ideocracia, en el sentido unamuniano del término, y
así generar un dominio o alcanzar un poder por la imposición de sus
ideas, que terminan en el totalitarismo del propio laicismo como religión de la
democracia en nombre de lo políticamente correcto, creado por la escuela
marxista de Frankfurt, y su mentor Horkheimer (y si no, pregunten en mi calle).
Los
nacionalismos
se levantan sobre el egoísmo cegato, recalcando lo mínimamente diferencial,
frente a la comunidad, contra la realidad internacional cada vez más global, aspirando
ellos, los nacionalistas, a vivir a la sombra del campanario –del suyo, claro:
pequeño, cutre, de metro y medio…-, mirándose cada perrico su cipotico (sin
perdón), levantando muros, físicos o imaginarios, dando muestras de una
inteligencia colectiva justita justita, al límite, digamos: ¡de tener que
llevar a los dirigente de esas ideas a las clases de apoyo para recuperar
carencias! Algunos incluso hablan varios idiomas, pero como dijera Unamuno: se
puede ser tonto en muchas lenguas.
La
enseñanza
-otro fangal- como afán por hacerse con la palanca del supuesto cambio futuro
por la vía del amaestramiento y la manipulación torticera de los niños y los
jóvenes, como influencia en una formación tendenciosa. Al no haber verdadera
formación en este campo destrozado de batalla, la influencia, me temo, no es
excesiva. ¿Cómo es posible que tras los siete años de dictadura de Primo se
pariera una República? ¿Cómo es posible que tras los cinco años de república se
heredara, al final, una guerra? ¿Cómo es posible que tras los cuarenta años de
Franco –dos generaciones largas- quedara el solar formativo que dejó el
glorioso Movimiento Nacional hecho un erial? Enseñantes, educadores,
formadores, instructores, profesores, maestros y alumnos, discípulos,
aprendices… todos puros fantoches en el guiñol manejado por los políticos, sus
partidos y sus facciones y sus leyes y contraleyes de desinformación e
ignorancia igualitaria para todos.
La
corrupción
política y económica por medio de los caciques o sus sucedáneos bajo el
eufemismo de políticos, sindicalistas o sus semejantes, ha sido siempre en
España fuente de endogamia, nepotismos, amiguismos, sobrinazgos… Contaban que
era norma entre los políticos llevar anotados en unas libretas quiénes eran
recomendados, por quién y en qué quedó la recomendación (cfr. Antonio Maura. Biografía y proyecto de
Estado). El fin era siempre el mismo que pretendió el Lázaro nacido en el
Tormes, es decir, “arrimarse a los buenos”… que dan nóminas, prebendas, momios…
que los administradores de la Administración-Estado reparten entre la clientela
sujeta al pesebre que siempre produce pingües beneficios electorales que mantienen
el sistema engrasado, enrocado y firme de continuo.
El
reparto
de la tierra y del zapatista “la tierra para quien la trabaja” ya solo
queda en zonas residuales de Andalucía, en el museo de principios del siglo XX
donde se muestran sindicatos como el SOC y sus dirigentes muy propios de épocas
remotas. La tierra ha dejado de ser motor de la economía –me resultó extraño
leerle a Ortega que la agricultura sería la salvación económica de España- y ha
pasado a ser un sector marginal, subsidiado que vive del limosneo. La tierra
sigue siendo sólo un símbolo animal, reminiscencia de estadios humanos ya
superados, que se da en los pueblos de forma casi exclusiva, de un poder que
fue, pero que hoy es irreal.
Toda
esta sinrazón española no tiene más explicación que esa base amorfa sin
formación ni educación que es el ente abstracto llamado pueblo. Todo cuanto escribí es lamentable. Dan ganas de llorar al
ver cómo se ha dilapidado y se dilapida un capital cultural, social, colectivo…
Sea todo esto escrito, ahora sí, con perdón].
Si una sociedad inteligente
sabe resolver los problemas sociales, creando capital comunitario y ampliando
las posibilidades de acción de sus miembros (lo que ahora se llama empowerment), una sociedad estúpida hará lo
contrario. Crea más problemas de los que resuelve, destruye capital comunitario
y entontece o encanalla a sus ciudadanos. El caso más claro de sociedades
fracasadas lo ofrecen aquellas que desaparecieron por la mala gestión de sus
recursos comunes.
José Antonio Marina, Las
culturas fracasadas.
Marina y Alcalá, lo que saben de todo.
ResponderEliminar