13 de febrero de 2013

Daniel Cassany, DESCRIBIR... mi amnesia




         Allá, cuando empezaba la transición, era yo un lector a saco: sin más orden ni más concierto que mi afán por organizar de algún arcano modo mis lecturas. Quien me animó, empujó y ayudaba era don Francisco Molina, un sacerdote que antes de doctorarse en Teología y ser ordenado, fue periodista y creo que químico, aunque he olvidado si se licenció en Químicas o en Filosofía… Iba por aquellos años -años sin un duro como hoy-, entonces, a la llamada Casa de la Cultura donde estaba la Biblioteca y sacaba prestados libros a troche y moche, con la tasa de no más de dos por visita (esos dos eran el límite permitido). No todas las novelas las podía leer, aprendí un día. Había novelas que no me estarían permitidas hasta los 18 años. El guardia civil que me entregaba los libros –quienes atendían en el mostrador de la biblioteca eran guardias civiles retirados o en la reserva, o como estuvieran, pero lo habían sido civiles, y esa realidad, como algunos sacramentos, imprime carácter-. Nunca fui persona plegable por la irracionalidad, la imposición, lo disparatado…, y en esto, como en lo otro de no tener un duro, ayer como hoy. El civil me dijo que hasta los 18 años no habría tío páseme usted el río.
      Pues quiero hablar con el director!- pedí.
      Es directora…
      Pues con ella.
         Olvidé su cara y no recuerdo su nombre, pero no su aspecto general. Amable, gordita, con gafas y la mesa llena en armónico desorden de decenas de libros, apilados y revueltos; mi mesa hoy. Si quería leer lo que deseaba, novelas en particular, sin haber cumplido 18 años, tendría que darme un permiso mi profesor de literatura.
      Es profesora…
      Pues ella.
A veces hice la cuenta y dudo en el número. Creo que a lo largo de mi vida, desde que empecé a ir al cole en las Carmelitas, allá por el 63-64, hasta que terminé el doctorado, me dieron clase 73 o 75 profesores. De algunos no recuerdo su nombre, pero sí su mote. Fue doña Eladia Solís Rostaing quien de su puño y letra, en una octavilla, me autorizó a poder leer los libros que solicitase. Cumplí los 18 años y aún se mantenía adjunta por un clip esa autorización, doblada sobre mi ficha de la Biblioteca, donde se anotaban los libros que leía e iba pasando de una ficha a otra –mi voracidad lectora agotaba las fichas con inquebrantable tesón-.
         Hasta aquí la captatio benevolentiae, la introducción, el prolegómeno y el exordio, la puesta en escena, y la contextualización… Fue entonces cuando me empezó a ocurrir lo que hasta ayer no me había vuelto a suceder. Empezaba a leer los libros, por ejemplo, de Baroja, que había en la Biblioteca (así leí a la Matute, Azorín, Unamuno, Valle, Ramón, Pérez de Ayala, Miró…) y acababa con todos los que había: uno detrás de otro… Ocurría, a veces, que el libro que buscaba estaba prestado y, al querer leerlo, empecé a confundir obras: no recordaba bien si había leído Piso bajo o La mujer de ámbar o El caballero del hongo gris…, si había leído El laberinto de las sirenas… Comencé entonces a tomar notas, en listados que hacía, de los títulos de los libros que iba leyendo para no liarme y verme en la situación de tener que ir a descambiar un libro porque, a la primera o segunda página, me daba cuenta de que ya lo había disfrutado. Luego, animado por don Francisco Molina y don Alfonso Sancho, mi otro guía en las lecturas, empecé a hacer fichas de los libros que leía… A veces las hacía, a veces tomaba nota, a veces… la trampa de la vida se lo llevaba todo. Pasado el tiempo empecé a hacer fichas y comentarios… y luego mi amigo Bernardo Munuera y su hermano Sergio me achucharon para que desembarcase en esto del blog.
         Ayer por la tarde cogí un libro que había comprado hacía semanas… y tenía ganas de empezarlo, Describir el escribir, de Daniel Cassany. Cuando leí la Introducción y la Presentación a la edición castellana del libro, me empecé a temer lo peor. “No puede ser. Esto es que días atrás tomaría el libro –no es norma, pero lo hago muchas veces- leería la contraportada, las solapas, la introducción y de eso me suena…”. Me acordaba, ahí citada, de Mari Paz Battaner, con quien coincidí en algún congreso y de quien guardo amable recuerdo, y de unas letras que Cassany toma y cita de Pla… Entonces ya me pareció que había gato. Cogí el listado de obras que hay en casa -intento que todos los libros estén registrados- ¡y efectivamente!: el libro lo había leído, tengo una edición del año 91… Sin duda, lo peor de todo es la cara que se te queda.
         Hoy me pregunto. ¿Cómo es posible que me haya sucedido esto? La inteligencia se muestra astuta y ante el error propio, la humillación, etc. busca, por lo menos, excusas y mi explicación es que lo había confundido con La cocina de la escritura, del mismo autor, y que había leído en los noventa animado a ello por mi entonces compañero, Antonio José Arboleda.

         Me toco, no sin cierto recelo, y la cabeza la tengo sobre los hombros… ¡Está ahí, ahí sigue!

1 comentario:

  1. ¿Sabrán las editoriales de nuestra amnesia y de ella se aprovechan?
    Yo también lo leí y creo que también hubiese picado por la portada y comprado.

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