8 de septiembre de 2010

    Volver a Macondo…

    Me habla mi compañero y amigo José Alcántara. Me dice que desea que ya pase el calor, que prefiere el otoño, y añade: “El otoño se nos acompasa mejor a quienes estamos en esa estación de la vida”, poeta inevitable. Con mucho calor aún, tras la conversación, me asalta un bosque mullido y húmedo. Llovizna y niebla. Los contrastes de amarillos y ocres, el rojo del zumaque en el arranque del monte. Las setas repentinas de las laderas, las excursiones de rocío a los altos, el latido del podenco que husmea y caza en el barranco. En la nariz me da el olor dulzón del olivo que ardiera en la chimenea.
    Poco a poco se despide un verano en un jirón de nubes que amagan, pero indecisas se marchan sin rompen a llover. Estos tiempos de compás lento invitan a la tristeza. Difícil acertar con la indumentaria. Los olores de las ropas, ellas en sí, nos mudan a otros ámbitos y otros entonces. Aún el frío está ausente.
    Al final, después de meses ahí delante mismo, me decido. “Me pasearé por Macondo”, me digo entre melancólico y otoñal. La conversación de que hablo ahora es vieja. Puede que tenga casi 30 años. Charlaba de libros y lecturas con el poeta Carmelo Guillén Acosta. Comentaba él sobre la relectura y el libro aún desconocido, cerrado, virgen, por descubrir. Todavía no era tiempo para mí de releer nada. Tenía la sensación de estar yendo. Impulso que no he perdido. Me cuesta releer, salvo excepciones. Releo la poesía, releo hoy Cien años de soledad… Julián Marías comentaba cómo tantos libros defraudan en su relectura; películas que ilusionaron, en una segunda visión, aburren. Recuerdo con lástima lo padecido con Las aventuras de Shanti Andía de Baroja.
    «En cualquier caso el hombre –a diferencia del animal, cuya exis­tencia es la personificación del filisteísmo– es el eterno “Fausto”, la bestia cupidissima rerum novarum, el ser que no se conforma con la realidad que lo cerca, siempre deseoso de romper las barreras de su ser-así-aquí-y-ahora, aspirando siempre a trascender la realidad que lo rodea –incluida su propia realidad personal–», escribe Max Scheler. Bestia cupidissima rerum novarum. Un anhelo infinito en un espacio restringido, en un tiempo finito. Otra vez: ¿Clásicos o…? ¿Releer o…? Insisto, por favor: y, pongamos una y, no seamos excluyentes.
    Así pues, sacudo el polvo de una vieja amistad. Permanecía viva la onda expansiva del llamado boom cuando me hablaban de él ya en clase los profesores avezados. Vargas Llosa, García Márquez, Julio Cortázar… -¿para qué leer Rayuela con catorce años?-, Carlos Fuentes… ¿Qué me contaban estos escritores cuando yo era amigo de Baroja, de Unamuno, de Azorín, de Ramón…? ¿Y mi Lorenzo el cazador? “Es realismo mágico”. “¡Ah!: ¿un hierro de madera? Una mitología, una razón sobre la sinrazón”. Sea.
    Y me vuelvo a pasear de nuevo por Macondo. Leer a Pérez de Ayala, sobre todo a Miró, me helaba. García Márquez: Un folio al día. Escribía sólo un folio al día. Así, ahora, de nuevo, disfruto de una prosa sencilla que se talla a folio por jornada. El colombiano pareciera quizá echar las palabras en las retortas del laboratorio de José Arcadio Buendía y allí, perseverante, entre alambiques, buretas, retortas… de las mierdas de perro, que decía Úrsula, saca oro. Prosa sencilla. Palabras que se ayuntaron por primera vez para dar una mirada flamante a la realidad, para poner luces nuevas que ahora disfruto mientras me paseo, otoñal, relector, por estas calles de Macondo. 

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