28 de septiembre de 2010

Blanco de sábanas

Ella

Blanco de sábanas. Luz de alba. Hedor a pipí seco. Oscuridad de persianas bajadas. Azul del techo. Ruidos. Recuerdo de verde... Música y voces lejanas. Quejidos próximos. Marrón de memoria. Oscuridad. Vago temor de fondo. La mano... a la cabeza. El pelo muy tupido. Rostros. Una costura del camisón se clava en la espalda. Desazón. Contracción del rostro. Las cejas foscas, hundidos los ojos. Gesto de aparente pesadumbre. Pelo. Más luz de amanecer. Más ruidos de tripas. Hambre. Escozor en la entrepierna y los muslos. Ronquidos. Un cubo arrastrado por un pasillo. Una silla de ruedas. Inmovilidad. Olor a heces. Un ojo cerrado, el otro abierto. Mirada de soslayo. Frío bajo las sábanas. Viene el día. Hora del aseo. Mansito, mansito... un eco. Nombres que son voces sin rostro. La colcha caída en el suelo. La mente, oscura de ordinario, se ilumina unos segundos al vaivén de estímulos exteriores. Humedad entre las piernas. Silencio interior sin fin. Un fluorescente que se enciende. Una voz conocida, insignificante. Un giro de la cabeza. La persiana se levanta. La luz del día lo inunda todo. Gruñidos en la cama contigua. Nada habla. Jadeos. Inmovilidad. Esperar a después es nunca. La esponja húmeda contra el rostro. Los ojos cerrados. Olor indefinible: entre apulgarado y jabón. Los ojos cerrados. Uno se abre y se pierde fijado, inútil, en la superficie brillante de la puerta del armario. Un nombre, el suyo, un final reconocible, reconocido:
Ola...
Ni una mueca por respuesta. Ningún gesto. La voz no estimula. Giro sobre sí. Destapada. Unas manos le presionan las piernas. No hay ternura en los modos, en el tono de voz... Alguien dice algo ininteligible en la otra cama. La tocan. Abajo. Le escuece... Voz de enfado. Huele mal.
¡Vaya una marrana cómo se ha puesto! ¡Y anda que no pesa!
(Silencio).
¿Tienes hambre?
(Silencio).
La mirada perdida. Otra voz en la habitación.
Hola... Buenos días...
— Buenos días... Menudas horas de llegar. ¿Qué ha pasado?
— Si te lo cuento no te lo crees...
Girarse sobre sí. Abrir un ojo. Mirada de través. Voz, hablar, conversación, nada. Ruidos. Querer decir y, sin embargo, silencio, largo y feroz silencio de antes del comienzo del mundo. Nada.
—... cagao...
— Pues tampoco es novedad... ¿A ver qué vas a hacer?
Esa voz distinta. Misericordia, caridad, comprensión. Una esponja la frota. Limpiar. Una crema. Escuece. Mejor, mucho mejor. Colonia, colonia impregnada en otra esponja. Por la cara, el cuello. Limpio. Perfume cotidiano. Olor a yo difuso. La luz del día por la ventana. Quejas
en la otra cama. Mansito, mansito... Incorporarse. Los brazos fláccidos. El derecho atrás, colgando, sin fuerza... Las piernas no ayudan. Cambiar el camisón por un vestido. El torso al aire. Hace frío. Las manos tapan los ojos.
¡Haz algo, hija, por ayudar!
Los ojos cerrados. Las manos sobre la cara. Las zapatillas en los pies. La silla de ruedas. Olor a colonia y a desayuno. Un peine. Una mano. Le tocan la cabeza. La peinan. Las manos cruzadas en el regazo. Las zapatillas. Los pies colgados, dejados atrás. La cabeza gacha. La mirada en sus manos.
Échame una mano con Juana...
¡Graahh!
— ¡Lo sé, lo sé!
Otro chillido extrahumano. Muy potente. Se gira. Mira. Ruidos...
— ¿Qué sucede? –pregunta una monja desde la puerta.
— Ya sabe usted, hermana, cómo se pone la Juana cuando no evacua... Mire cómo tiene el vientre...
La mano le ha pasado la monja sobre la cabeza al pasar para ver a Juana. No, el pelo no... Se lo frota ella. Torpe, sin tino, sin armonía.
Pues lo que hay que hacer es ponerle un supositorio y si ves... –palpa– ¡Pero dura que tiene la tripa! Si ves que no..., la llevas a la enfermería después del desayuno.
La monja se dirige a ella. La saluda. Le pregunta... Silencio de sepultada en vida. La mano de la monja otra vez al pelo. De nuevo la misma operación.
Hija, Lola, no te hagas eso, que te acabo de peinar...
Vuelta a pasarle el cepillo por el pelo...
— No le gusta que le toquen la cabeza –aclara la voz amable.
— ¡Pues no tiene teclas la señorita...! –asevera rigurosa la otra voz.
No mira, no habla, no responde. Calla. El codo apoyado sobre el brazo de la silla de ruedas. Saca la lengua, quebrada, blanquecina. El pulgar de la mano derecha a la mejilla. Se aprieta. Abre su ojo izquierdo. Mirada trasversal. La ventana, luz, jardín, verde... nada. Lejos y oscuro en su cerebro. La cabeza sobre el hombro derecho. Lento movimiento del brazo izquierdo llevado al regazo. La silla se mueve. Más sillas en el pasillo. Un viejo sin dientes apoyado en la pared la saluda. No lo mira. No lo reconoce. Él sabe cuál es su nombre: ella no sabe quién es ella. El pasillo se acerca, se acerca... La puerta se viene encima, está abierta... El vestíbulo ante los ascensores. Más sillas, más gente. No los conoce. No se sabe ella. Olor de desayuno para muchos. Denso, dulzón, incrustado a las ropas, a las paredes, al ascensor en que la montan. Voces, quejidos, gruñidos. Palabras que no se articulan. Sonidos que no se entienden. El ruido del ascensor en movimiento. La puerta se abre. Más olor de desayuno para todos. Más denso ahora aún. Se mueve. La silla la lleva. El pasillo se achica. Las paredes se acercan, se alejan. Una ventana. Verde de un árbol azotado por el viento. Lluvia. Sensación de frío. Tirones de la rebeca. El pasillo. Más carros. Las mesas. El desayuno. Gritos entre silencios enconados. Fiero mutismo. Su sitio, su mesa... Un sitio, una mesa... Ningún sitio, ninguna mesa. Tragar, parar, tragar, parar, tragar... No mastica. Pastillas. Varios colores de patillas: blancas, azules, rojas... Ruidos de cucharas contra las tazas. Más pastillas. Muchas pastillas en todas las mesas de todos los colores. Voces. Quejas. Un vaso que cae al suelo y se rompe hecho añicos. El agua fuera, contra la ventana, golpea los cristales. El viento pega una bolsa de plástico durante unos segundos contra la ventana. Blanco y verde. Lo mira, lo ve. Parece que sonríe. Vuelve a su posición. La cabeza inclinada sobre el hombro derecho. La mano en la mejilla. El pulgar presiona el moflete caído, rugoso, oscuro, marcado por la tenacidad de tantos años apretando. Dormita. La silla se pone en movimiento. La incorporan. Cruza el pasillo. La sientan. Se queja.
— ¿Y ahora qué tripa se te ha roto?
— Quiere ver la ventana. Loli, quiere ver la ventana... –afirma una voz gangosa, extemporánea, discordante.
— Pues vamos a sentarnos allí, entonces.
La incorporan de nuevo. Las piernas torpes se arrastran. Un paso, otro pasito y otro. La ventana. El agua. La luz. La luz artificial encendida. El viento. Los árboles mecidos por el viento. Vagos recuerdos quizás de otras ventanas, de otros árboles, de otras lluvias y otros vientos. Palmeras. No son las diez y parecen las cuatro. El tiempo no existe. El día se oscurece. La lluvia arrecia, el viento se cuela por alguna rendija y silba. No hace frío. Posa su mano sobre el radiador. No tiene frío. Le dan un muñeco. Alguien grita desagradablemente próximo a ella. No mira. No dice nada. La ventana. La muñeca en el regazo. Taconeos firmes, pisadas de gente extraña. Levanta la cara. No reconoce a nadie. Dos hombres, dos mujeres que son nadie.
— Allí está –dice, señalando a un rincón uno de los caballeros.
Las dos parejas se acercan a una vieja atada a un sillón. Doblada sobre la cintura. Silba el viento. Consumida. Se oye un portazo lejano. Pura piel y hueso. Una de las señoras se gira sobre sí y contempla una sala del infierno dantesco. Arruga el entrecejo con evidente gesto de desagrado. Hablan a la vieja que se incorpora y se vuelve a dejar caer.
— Mamá –dice el caballero que la vio primero–. Mamá –insiste, queriendo levantarle la cara tirando de la barbilla.
Un grito desgarrador desde una esquina. Un viejo. Otro pálido pellejo desdentado y huesudo. Un hombre de pies desmesurados. Un viejo que debió ser un hombre grandón. Otro grito del viejo. La baba le cae en la cazadora que lleva y en la bufanda.
— ¡Qué desagradable, por Dios! ¿Para qué harán falta estas criaturas en este mundo? –pregunta la señora del entrecejo fruncido sin dejar de observar al viejo, de mirar a los seres allí reunidos en estrafalario concilio.

El agua de la lluvia. Una enfermera, rubia de bote, moreno de playa. Sonriente. El viejo.
— ¿Qué te pasa, Andrés, por qué te pones así?
El viejo no responde. Ella mira sin entender nada. Muchos duermen. Muchos de los dormidos parecen muertos. Mejor muertos que vivos. Mejor bajo tierra que así. La vieja no reacciona. No reconoce al hijo, ni a la nuera, ni a los amigos de uno y otra. No sabe quiénes son. Mirar opaco con un fondo de tristeza y desconfianza. Los mira sin verlos. Elegantes. Zapatos italianos, bolsos italianos, trajes hechos a medida, modelos exclusivos las señoras. Se llevan al viejo. Apoyado en la enfermera, rubia y morena, avanza, dejando tras de sí un fétido olor a heces.
— ¡Qué horror, por Dios! ¿Os queda mucho? –y sin esperar respuesta–. Mejor os espero en el vestíbulo de abajo fumando un cigarrillo.
Sale decidida. Paso imperioso, joven, distinguido. Una señora la para en el pasillo. Los árboles se comban y amenazan algunas ramas con desgajarse. La vieja se ha inclinado sobre su regazo. Desinteresada. La cabeza casi oculta entre las piernas.
— Fue muy hermosa –explica el hijo a los amigos.
La vieja sigue ajena a la conversación. Casi todos los seres allí duermen, dormitan, roncan, babean, hacen muecas indescriptibles con sus labios. Muestran encías desdentadas. Sólo un viejo parece seguir con atención las palabras de los visitantes. Asiente, niega, parece pensar algo que resulta especialmente prolijo, profundo... La señora que está de visita, por congraciarse, le sonríe y el viejo devuelve la sonrisa.
— ¿Qué tal? –pregunta ella por hacer la gracia completa.
— ¿Qué tal? –repite el viejo.
— Muy bien –contesta ella.
— Muy bien –repite por imitación el viejo.
Ella confundida mira hacia una de las ventanas. Una mujer tiene una muñeca en el regazo. Emite sonidos.
— Parece que Dios no ha pasado por aquí –afirma el caballero que lleva una gabardina sobre los hombros.
— Cierto. Iba de paso, pero se quedó.
Repentino resplandor de un relámpago. Un trueno próximo. Despedida apresurada de los visitantes. Al pasar junto a la mujer de la muñeca oye que aquélla le canta mansito, mansito...

8 comentarios:

  1. Cierto. Iba de paso, pero se quedó.
    Como el que va para... y no vuelve.

    ¡Enhorabuena!

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  2. Hola mi buen amigo, por fin ve la luz tu perfil y tu obra en este mundo tan inmenso del internet. Trabajo te ha costado y sobre todo con lo exigente que tu eres para todo y en todos los ámbitos.
    Aunque me consta que eres una persona querida y concocida, espero que este blog que estrenas te abra mucho más al mundo de las letras. Te desea lo mejor con un abrazo, tu amigo medio salmantino del pelo blanco.

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  3. Me resulta amable darle vida a este cuento. Que esté ahí. Gracias por vuestro ánimo y por vuestras visitas. Espero que el cuento os ayude a crecer como me ayudó a mí la presencia de esta persona en mi vida. La realización de valores de actitud de los que hablaba Frankl es lo más valioso que podemos hacer las personas, pero, a veces, su quehacer es terrible.

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  4. Con bastante retraso leo el cuento. No se puede hacer mejor. No es posible reflejar con más verosimilitud el ambiente del lugar donde se desarrolla el relato. Se ve que lo conoces bien.
    Gracias por hacernos partícipes de tu trabajo.

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    Respuestas
    1. Siempre es amable leerte,más,conmovedor,me da tranquilidad,siento paz,que cosa!!!!

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    2. Siempre es amable leerte,más,conmovedor,me da tranquilidad,siento paz,que cosa!!!!

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  5. Siempre es amable leerte!!!!
    Aveces conmueve!!!

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  6. Siempre es amable leerte!!!!
    Hasta conmovedor!!!

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