Es, pues, falso decir
que en la vida «deciden las circunstancias». Al contrario: las circunstancias
son el dilema, siempre nuevo, ante el cual tenemos que decidirnos. Pero el que
decide es nuestro carácter.
Todo
esto vale también para la vida colectiva. También en ella hay, primero, un horizonte
de posibilidades, y luego, una resolución que elige y decide el modo efectivo de
la existencia colectiva. Esta resolución emana del carácter que la sociedad
tenga, o, lo que es lo mismo, del tipo de hombre dominante en ella. En nuestro
tiempo domina el hombre-masa; es él quien decide. No se diga que esto era lo
que acontecía ya en la época de la democracia, del sufragio universal, En el
sufragio universal no deciden las masas, sino que su papel consistió en
adherirse a la decisión de una u otra minoría. Éstas presentaban sus
«programas» -excelente vocablo-. Los programas eran, en efecto, programas de
vida colectiva. En ellos se invitaba a la masa a aceptar un proyecto de
decisión.
Hoy
acontece una cosa muy diferente. Si se observa la vida pública de los países donde
el triunfo de las masas ha avanzado más -son los países mediterráneos-, sorprende
notar que en ellos se vive políticamente al día. El fenómeno es sobremanera extraño.
El poder público se halla en manos de un representante de masas. Estas son tan
poderosas, que han aniquilado toda posible oposición. Son dueñas del poder público
en forma tan incontrastable y superlativa, que sería difícil encontrar en la historia
situaciones de gobierno tan preponderante como éstas. Y, sin embargo, el poder
público, el gobierno, vive al día; no se presenta como un porvenir franco, ni significa
un anuncio claro de futuro, no aparece como comienzo de algo cuyo desarrollo o
evolución resulte imaginable. En suma, vive sin programa de vida, sin proyecto.
No sabe a dónde va, porque, en rigor, no va, no tiene camino prefijado, trayectoria
anticipada. Cuando ese poder público intenta justificarse, no alude para nada
al futuro, sino, al contrario, se recluye en el presente y dice con perfecta sinceridad:
«soy un modo anormal de gobierno que es impuesto por las circunstancias». Es
decir, por la urgencia del presente, no por cálculos del futuro. De aquí que su
actuación se reduzca a esquivar el conflicto de cada hora; no a resolverlo, sino
a escapar de él por de pronto, empleando los medios que sean, aun a costa de acumular,
con su empleo, mayores conflictos sobre la hora próxima. Así ha sido siempre el
poder público cuando lo ejercieron directamente las masas: omnipotente y efímero.
El hombre-masa es el hombre cuya vida carece de proyectos y va a la deriva. Por
eso no construye nada, aunque sus posibilidades, sus poderes, sean enormes.
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Si
el lector de esta entrada lo fue de La rebelión de las masas es posible
que recuerde estos párrafos con que me tropiezo y admiro.
Han pasado 94 años desde que Ortega escribía esto y parece que está haciendo la crónica de la política de mañana en España, que es la que algo conozco. ¿Cómo es posible que esa actividad haya evolucionado tan poco y si lo hizo fue para mal y peor en casi un siglo? Entiendo que se debe al desprecio, en general, de quienes gobiernan y mandan por el bien común y la verdad. Nihil novum…
Ya comentaré, si la vida me da de sí, alguna afirmación sorprendente de este texto.
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