Almuerzo en una mesa donde no he sido elegido por los comensales que me
acompañan, ni yo los elegí a ellos. Pronto surge la conversación y deriva, en
un viejo suceso de hace 88 años: la Guerra Civil española, ¡cómo no! Ahí,
perenne.
Un caballero de la mesa con su trivial niveladora intelectual afirma que
todos fueron igualmente culpables. Lo que así dicho suena tan bien como que
“todas las opiniones son respetables”. Pienso, lógico, que unos más que otros y
que la justicia es dar a cada uno lo suyo y no a todos por igual. Le pregunto
qué ha leído al respecto, qué sabe de aquella. Echa mano de tópicos manidos y del
memorialismo familiar. Ojo: el memorialismo no es historia. Confiesa además que
es de “derechas”, lo que así dicho para mí tampoco significa nada, salvo lo que
escribió Ortega: “Ser de la izquierda es, como ser de la
derecha, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un
imbécil; ambas, en efecto, son formas de la hemiplejia moral”.
Pronto entiendo que me
encuentro ante el hombre–masa,
que el mismo Ortega llamaba a aquel que, sabiendo de algo, siendo un
especialista en algo, de todo cree saber, de todo opina y lo hace de forma
taxativa, concluyente: ¡y punto!
Mi compañero de mesa,
con él comparto el pan, cree que podemos llegar a un punto de encuentro,
aseveración que niego. Mejor es dejarlo. Él no busca la verdad, sino llevar
razón y, además, que yo se la dé. Imposible. Lo remito a Fuego cruzado,
el libro de Fernando del Rey y Álvarez Tardío: aún sigo bebiendo en este
magnífico libro cargado de información avalada, de historia verdadera. A mi
hombre, seguro, no le interesa: él lo sabe todo, no necesita escuchar ni
aprender nada. Sigo pensando con Orwell que la verdad nunca
es enemiga de la causa, de ninguna causa.
Bebo de la columna de Luis Herrero en ABC. No tengo ahora tiempo
para este libro, pero, sin embargo, lo poco que cita don Luis me viene al pelo
para enjaretar estas reflexiones.
Comenta Herrero el libro Tenemos que hablar de Rubén Amón. Según
el columnista, para el autor de la obra, si queremos que haya una buena
conversación, lo que primero de lo que hay que huir es de los maximalismos. Me
parece bien y acertado, pero no confundamos estos con sus antónimos: pasteleo,
consenso, equidistancia, componenda, etc. porque de ellos huye la verdad sin
ambages por ser ella radical y una. Admite perspectivas, pero la verdad es una.
Otra condición, continúa Herrero, para que se dé una buena conversación
debe de ser la ausencia de vacuidad en los discursos inocuos. ¿Por qué nos
hartan los políticos en general y algunos curas desde el púlpito? Porque su
cháchara no dice nada, está llena de lugares comunes, de muletillas: “Como
ustedes sabrán”, “Todos saben”, “Evidentemente”… Naderías que más espantan y
ahuyentan que alientan la conversación. No invitan a ir adentro, que decía
Unamuno.
Añado: Hay que no perder el tiempo en intentar convencer a quien no
quiere convencerse, sino reafirmarse en sus planteamientos. No: hablando no
necesariamente se entiende la gente. Muchos, que no escuchan, andan buscando
respuestas y contraargumentos a lo que el otro expone; y por mucho que uno se
abaje, comprenda, sea cortés… terminan sacando lo que el negro del sermón, que
decían los clásicos, o hacer orejas de mercader.
Como cita Herrero, en cita de Amón, que cita a Cicerón… es importante en
toda buena conversación no perder los estribos, por lo que conviene recitar
aquello de:
… Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros
cantando;
y se quedará mi huerto, con su verde árbol,
y con su pozo blanco.
Gide, que era un hombre tan tenaz como desgraciado,
aseguraba, y considero que no erraba, que “Todo está dicho, pero como nadie
escucha es preciso comenzar de nuevo, continuamente”; pero yo, que tanto
debatí, que tanto expliqué, me canso de que intenten hacerme el tocomocho
intelectual. Siga mi compañero de mesa su oscuro viaje con su tosca motoniveladora
intelectual y que sea feliz.
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