Hace unas entradas en este blog escribí sobre un libro de Josef Pieper, Defensa de la filosofía. Pues bien, frente a esta postura, que también yo justifiqué, es decir, la filosofía por inerme, por su condición no se defiende, ni puede, a sí propia, sino que puede o debe de ser defendida por aquellos que pensamos de su necesidad absoluta. Ortega, por el contrario, no piensa así y lo escribe en La rebelión de las masas:
“La filosofía no
necesita ni protección, ni atención, ni simpatía de la masa. Cuida su aspecto de
perfecta inutilidad, y con ello se liberta de toda supeditación al hombre
medio. Se sabe a sí misma, por esencia, problemática, y abraza alegre su libre
destino de pájaro del Buen Dios, sin pedir a nadie que cuente con ella, ni
recomendarse, ni defenderse. Si a alguien, buenamente, le aprovecha para algo,
se regocija por simple simpatía humana; pero no vive de ese provecho ajeno, ni
lo premedita, ni lo espera. ¿Cómo va a pretender que nadie la tome en serio, si
ella comienza por dudar de su propia existencia, si no vive más, que en la medida
en que se combata a sí misma, en que se desviva a sí misma?”.
Ojo, que hay una trampa
al comienzo del párrafo orteguiano: “La filosofía no necesita ni protección, ni
atención, ni simpatía de la masa”. Es obvio, como lo era que la poesía
no es para la inmensa mayoría (Blas de Otero), sino para la inmensa
minoría (Juan Ramón Jiménez, ¡que se sentía discípulo de Ortega, siendo
este más joven incluso que él!). No, ni la poesía ni la filosofía son para el
vulgo. La naturaleza propia de ambas y de la masa, se repelen y discriminan solitas
como el aceite del agua. Lo demás es dar patadas contra el aguijón.
Eso sí, creo que, en
ningún caso Ortega llegó a calcular la degradación que alcanzó el siglo XX.
Conoció las dos guerras mundiales y la guerra civil española, pero el desprecio
que alzanzaó el reconocimiento del mérito en todos los ámbitos, la calidad de
las personas, el igualitarismo y la nivelación por abajo de todo: “Toos semos
eguales” no creo que llegara a preverlo. Dicho quedó: donde todo vale es porque
nada vale, nada tiene valor, nada es estimado. La verdad tiene la misma altura
que la mentira: son sinónimas… ¿Acaso no podemos hablar del pensamiento débil
de Vattimo, de la realidad líquida de Bauman…? ¿Sería previsible, imaginable,
me vuelvo a preguntar, para Ortega, la degradación académica, social, ética,
intelectual, política… que ha alcanzado el mundo occidental, Europa? Se me
antoja que no por lo increíble e inimaginable que es incluso para una
imaginación tan fértil como la orteguiana. Apabulla incluso por inconcebible a
quienes lo estamos viendo con nuestros propios ojos.
Permítaseme un salto
con rebote que me permitirá volver hasta aquí. Un momento.
En este punto, de
forma, esquemática expone Marías el meollo del raciovitalismo orteguiano. Para
Ortega la razón y los conceptos no son la realidad. Escribe Ortega: “Nosotros,
en cambio, creemos que la razón, el concepto, es un instrumento doméstico del hombre,
que éste necesita y usa para aclarar su propia situación en medio de la
infinita y archiproblemática realidad que es su vida. Vida es lucha con las
cosas para sostenerse entre ellas. Los conceptos son el plan estratégico que
nos formamos para responder a su ataque”. Eso sí: el contenido de todo concepto
es una realidad que encierra una posibilidad de la vida: por realizar o para
padecerla. Esta teoría de Ortega, su raciovitalismo, es la base y está en la
entraña de La rebelión de las masas, aunque se empieza a vislumbrar y
exponer ya en 1914.
Vuelvo sobre la
pregunta que me hice arriba. Esta deriva de una situación, la actual –quizá
todas–
muy precaria en todos los ámbitos. Ortega decía que todo intelectual debe
aportar a sus preguntas una respuesta posible, al menos. Yo no soy un
intelectual, pero me siento apelado por Ortega. Quedarse en la descripción y
enunciado del problema es insuficiente, porque siempre ante los conceptos que
atrapamos, en este sentido, negativos, nocivos, perniciosos… ¿qué hacemos
nosotros? Decía Marías que es frecuente preguntarse, en general, ¿qué va a
pasar?, pero muy rara vez qué vamos a hacer y más en concreto ¿¡qué voy a hacer
yo para revertir esta penosa situación actual!? De momento, servidor, está
leyendo y escribiendo esta entrada, usted la está leyendo y ambos, usted y yo,
nos estamos haciendo cargo, somos conscientes de que algo malo pasa y
algo bueno debemos aportar. Usted piense en qué puede cooperar para mejorar
usted y su circunstancia; yo ya lo hago para mí y la mía… No pensemos en
grandes heroicidades, en magníficas actuaciones o maniobras… Lo pequeño es
hermoso decía Fritz Schumacher… ¡y ahí, en lo pequeño está la solución!
Toda la obra orteguiana
está trufada, asentada, sobre la razón vital que queda de manifiesto en La
rebelión de las masas, esos contingentes enormes de personas que quedan
equiparados en tantos ámbitos. Se nivelan, dirá Ortega. Se producen las
aglomeraciones, añade y concluye Marías: “Todo está lleno”… de gente: como
Cudillero este verano, como Oviedo, como Gijón, como todos los lugares por los
que anduve este verano: lleno hasta las asas, lleno hasta la bola,
que diría un castizo. ¡Y escribía esto en 1930! ¿¡Qué diría de este 2024!?
Aclara Ortega: “La masa
es el conjunto de personas no especialmente cualificadas. No se entienda, pues,
por masas sólo ni principalmente ‘las masas obreras’. Masa es ‘el hombre
medio’”. Todos somos masa para Ortega y solo dejamos de serlo por nuestra
cualificación específica en la que actuamos, pero salvo en ella somos masa… Sin
embargo, advierte Ortega que nos tropezamos de continuo con aquellos que todo
lo saben y de todo saben, y aclara Marías: “Precisamente uno de los temas
capitales de este libro es el de la ‘barbarie del especialismo’, aquella en
virtud de la cual el hombre cualificado en un campo particular se comporta
fuera de él como si tuviera competencia y autoridad, y no como uno de tantos,
necesitado de seguir las orientaciones de los realmente cualificados”. ¿Quién
no opina sobre las realidades más peregrinas e ignotas para él y, además,
pretende que su opinión sea respetada? (V. Tantos tontos tópicos de
Aurelio Arteta). “Una cosa es la masa —ingrediente capital de toda sociedad— y
otra el hombre-masa —que puede no existir, porque es una enfermedad o dolencia
que a veces sobreviene a las sociedades”.
No por lo escrito, la
minoría selecta, la persona excelente, o con el deseo de serlo, debe ser
petulante. Siguiendo a Leonardo Polo, la persona debe ser consciente de sus
limitaciones personales y de las limitaciones de su circunstancia y por eso
Polo definía al hombre como el “perfeccionador perfeccionable”, aquel que en su
quehacer y su obrar anhela mejorarse él y su circunstancia. El hombre masa, por
el contrario, no es un necio, sino aquel que cree tener ideas “taxativas”,
escribe Marías, sobre todo porque todo lo sabe y no escucha ni atiende porque
no lo cree necesario. Ni da razones ni tiene por qué: ni quiere llevar razón,
como los sindicalistas y los fascistas, puntualiza Ortega. Esta actitud
irracional, ¡con la que hay que contar siempre como realidad en el mundo!,
lleva a la violencia. Creía Ortega que ya en 1930 se había alcanzado el cenit
de esta y aún estaban por llegar las hecatombes de los dos decenios siguientes…
“¿Cómo pudo escribir esto, precisamente cuando la violencia estaba empezando,
un poco antes del triunfo de Hitler y de las matanzas de Alemania en 1934 y de
la revolución de Asturias y de las purgas de Moscú y de la guerra civil española
y de la Guerra Mundial, con los campos de concentración y los bombardeos
arrasadores y la eliminación de millones de judíos y de los que no lo eran?”,
enumera y se pregunta Marías asombrado.
Sí atisbaba Ortega el
peligro de una violencia que hoy padecemos en las democracias representativas
europeas donde el Estado la ejerce, o puede ejercerla, porque los ciudadanos le
otorgamos el monopolio de su utilización. Es así porque creemos en que
existen unos equilibrios entre los distintos poderes. Ortega llama a la
violencia la ultima ratio, es decir: su empleo solo es admisible cuando
no hay más remedio. Usar la violencia no es el camino mejor, pero se puede y
debe usar; la paz no la tienen los pacifistas, sino los pacíficos; la
eliminación de la violencia absolutamente es una utopía (desde el final de la
Segunda Guerra mundial, aprendí, solo ha habido diecisiete días de paz en el
mundo).
El liberalismo, según
Ortega, es “la suprema generosidad, el derecho que la mayoría otorga a la
minoría”, así como el bolchevismo y el fascismo son “Movimientos típicos de
hombres-masa”, que nunca traen el mañana de mañana, sino un mañana arcaico “ya
usado mil veces” y fracasado. Compara Ortega las sociedades generadas por la
Europa occidental con las porciones del mundo comunista. Observa él que
occidente, estamos en 1930, ha perdido, ha dejado morir las normas en todos los
ámbitos. Europa, afirma, se ha quedado sin moral y, además, Occidente permanece
desunido, porque Estados Unidos y Europa son incapaces de crear un espacio
común bajo una misma bandera… Marías comenta cómo en Europa, tarde, mal y
atribuladas, sin ilusión alguna, las naciones europeas querían generar (cuando
él escribe en el 75) una Europa unida que recibirá, añado, el calificativo de
los mercaderes: se ha olvidado su origen, sus cimientos y carece de sentido
unificador.
Dedica Marías varios párrafos al tratamiento de lo que es una nación que Ortega hace en La rebelión. Ortega comenta largamente sobre ellas, cómo nacen, cómo se conforman y asientan, qué peligros les acechan… Medita Ortega cómo nacieron naciones hoy consistentes como España o Francia, por ejemplo, y cómo podría emerger una única nación en Europa de asentarse con acierto una idea nacional europea (cosa que un siglo largo después no se ha concretado). Ya Ortega se detiene en estas ideas, no sin cierta angustia tanto en el “Prólogo para franceses” y en el “Epílogo para ingleses”: teme, porque lo ve, que Europa se va a destruir, “se va a ir de entre las manos, por cerrazón mental y falta de imaginación. Pero hay que decir que ese prólogo y ese epílogo todavía no han sido entendidos por sus destinatarios. Y así van las cosas”, concluye Marías.
Para Marías La rebelión de las masas es un libro casi profético que anuncia lo que ya él constata en el momento en que escribe su prólogo, es decir: en el año 75, insisto: “En conjunto, este libro es mucho más verdadero que hace cuarenta y cinco años; se ha ido haciendo verdadero, es decir, verificando. La crisis de las normas, la creencia de que ya no hay mandamientos —de ninguna clase—, de que hay sólo derechos y ninguna obligación, la sustantivación de la ‘juventud’ como tal, hasta hacer de ella un chantaje, todo eso está filiado con singular precisión hace cuarenta y cinco años, mostrado como una ingente falsedad, como una suplantación de la realidad, que amenaza anular una época espléndida”. ¡La suplantación de la realidad!, afirma Marías, cuando hoy en 2024, la verdad y la mentira son intercambiables y la inteligencia artificial nos hace indistinguibles la realidad y lo generado por ella… ¡admirable!
El “niño mimado”, el
“señorito satisfecho” que Ortega denomina a quienes viven en un mundo
maravilloso, lleno de facilidades y confort, pero que ni ellos han trabajado
por él y ni siquiera comprenden ni estiman: solo lo consumen, se sienten en él
con derecho a todo y sin ningún deber. Tras la Segunda Guerra mundial (1945)
hasta mediados del 65, según Marías, estos niños mimados de Ortega no
tuvieron quien los mimara, pero con la venida de los felices sesenta se
volvieron a subir en el carro que nunca empujaron ni supieron cómo funcionaba
ni qué tarifas había que abonar, “y una nueva ola de ‘señoritismo’ se ha
derramado sobre el planeta. Y con ella, una reactualización de La rebelión
de las masas, una nueva promoción de hombres-masa, de ‘bárbaros
especialistas’, de hombres que, porque dominan una parcela del saber, hablan
con petulancia y autoridad de todo lo que desconocen”.
Todo lo ante dicho,
todo lo diagnosticado, todo lo visto o sencillamente vislumbrado por Ortega en
aquel primer tercio de siglo XX tendrá solución, a juicio de Ortega y Marías,
cuando se recupere el afán por la verdad y Occidente tome posesión firme de su
realidad.
Julián Marías murió en
el año 2005, por tanto, no vio los derroteros que el Occidente del que hablaba
ha tomado y más aún en estos últimos años de la segunda década del siglo XXI y
perdonen porque diga lo evidente. No soy pesimista, pero lo que hemos visto en
estos últimos años no invita al optimismo, sino a seguir trabajando cada uno,
con los medios de que dispone en su parcela más próxima en su yo y su
circunstancia perfeccionables.
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