28 de octubre de 2024

PARTE III. El consumo de las masas. Introducción de Julián Marías a LA REBELIÓN DE LAS MASAS

 

Hace unas entradas en este blog escribí sobre un libro de Josef Pieper, Defensa de la filosofía. Pues bien, frente a esta postura, que también yo justifiqué, es decir, la filosofía por inerme, por su condición no se defiende, ni puede, a sí propia, sino que puede o debe de ser defendida por aquellos que pensamos de su necesidad absoluta. Ortega, por el contrario, no piensa así y lo escribe en La rebelión de las masas:

“La filosofía no necesita ni protección, ni atención, ni simpatía de la masa. Cuida su aspecto de perfecta inutilidad, y con ello se liberta de toda supeditación al hombre medio. Se sabe a sí misma, por esencia, problemática, y abraza alegre su libre destino de pájaro del Buen Dios, sin pedir a nadie que cuente con ella, ni recomendarse, ni defenderse. Si a alguien, buenamente, le aprovecha para algo, se regocija por simple simpatía humana; pero no vive de ese provecho ajeno, ni lo premedita, ni lo espera. ¿Cómo va a pretender que nadie la tome en serio, si ella comienza por dudar de su propia existencia, si no vive más, que en la medida en que se combata a sí misma, en que se desviva a sí misma?”.

Ojo, que hay una trampa al comienzo del párrafo orteguiano: “La filosofía no necesita ni protección, ni atención, ni simpatía de la masa”. Es obvio, como lo era que la poesía no es para la inmensa mayoría (Blas de Otero), sino para la inmensa minoría (Juan Ramón Jiménez, ¡que se sentía discípulo de Ortega, siendo este más joven incluso que él!). No, ni la poesía ni la filosofía son para el vulgo. La naturaleza propia de ambas y de la masa, se repelen y discriminan solitas como el aceite del agua. Lo demás es dar patadas contra el aguijón.

Eso sí, creo que, en ningún caso Ortega llegó a calcular la degradación que alcanzó el siglo XX. Conoció las dos guerras mundiales y la guerra civil española, pero el desprecio que alzanzaó el reconocimiento del mérito en todos los ámbitos, la calidad de las personas, el igualitarismo y la nivelación por abajo de todo: “Toos semos eguales” no creo que llegara a preverlo. Dicho quedó: donde todo vale es porque nada vale, nada tiene valor, nada es estimado. La verdad tiene la misma altura que la mentira: son sinónimas… ¿Acaso no podemos hablar del pensamiento débil de Vattimo, de la realidad líquida de Bauman…? ¿Sería previsible, imaginable, me vuelvo a preguntar, para Ortega, la degradación académica, social, ética, intelectual, política… que ha alcanzado el mundo occidental, Europa? Se me antoja que no por lo increíble e inimaginable que es incluso para una imaginación tan fértil como la orteguiana. Apabulla incluso por inconcebible a quienes lo estamos viendo con nuestros propios ojos.

Permítaseme un salto con rebote que me permitirá volver hasta aquí. Un momento.



En este punto, de forma, esquemática expone Marías el meollo del raciovitalismo orteguiano. Para Ortega la razón y los conceptos no son la realidad. Escribe Ortega: “Nosotros, en cambio, creemos que la razón, el concepto, es un instrumento doméstico del hombre, que éste necesita y usa para aclarar su propia situación en medio de la infinita y archiproblemática realidad que es su vida. Vida es lucha con las cosas para sostenerse entre ellas. Los conceptos son el plan estratégico que nos formamos para responder a su ataque”. Eso sí: el contenido de todo concepto es una realidad que encierra una posibilidad de la vida: por realizar o para padecerla. Esta teoría de Ortega, su raciovitalismo, es la base y está en la entraña de La rebelión de las masas, aunque se empieza a vislumbrar y exponer ya en 1914. 

Vuelvo sobre la pregunta que me hice arriba. Esta deriva de una situación, la actual quizá todas muy precaria en todos los ámbitos. Ortega decía que todo intelectual debe aportar a sus preguntas una respuesta posible, al menos. Yo no soy un intelectual, pero me siento apelado por Ortega. Quedarse en la descripción y enunciado del problema es insuficiente, porque siempre ante los conceptos que atrapamos, en este sentido, negativos, nocivos, perniciosos… ¿qué hacemos nosotros? Decía Marías que es frecuente preguntarse, en general, ¿qué va a pasar?, pero muy rara vez qué vamos a hacer y más en concreto ¿¡qué voy a hacer yo para revertir esta penosa situación actual!? De momento, servidor, está leyendo y escribiendo esta entrada, usted la está leyendo y ambos, usted y yo, nos estamos haciendo cargo, somos conscientes de que algo malo pasa y algo bueno debemos aportar. Usted piense en qué puede cooperar para mejorar usted y su circunstancia; yo ya lo hago para mí y la mía… No pensemos en grandes heroicidades, en magníficas actuaciones o maniobras… Lo pequeño es hermoso decía Fritz Schumacher… ¡y ahí, en lo pequeño está la solución!

Toda la obra orteguiana está trufada, asentada, sobre la razón vital que queda de manifiesto en La rebelión de las masas, esos contingentes enormes de personas que quedan equiparados en tantos ámbitos. Se nivelan, dirá Ortega. Se producen las aglomeraciones, añade y concluye Marías: “Todo está lleno”… de gente: como Cudillero este verano, como Oviedo, como Gijón, como todos los lugares por los que anduve este verano: lleno hasta las asas, lleno hasta la bola, que diría un castizo. ¡Y escribía esto en 1930! ¿¡Qué diría de este 2024!?

Aclara Ortega: “La masa es el conjunto de personas no especialmente cualificadas. No se entienda, pues, por masas sólo ni principalmente ‘las masas obreras’. Masa es ‘el hombre medio’”. Todos somos masa para Ortega y solo dejamos de serlo por nuestra cualificación específica en la que actuamos, pero salvo en ella somos masa… Sin embargo, advierte Ortega que nos tropezamos de continuo con aquellos que todo lo saben y de todo saben, y aclara Marías: “Precisamente uno de los temas capitales de este libro es el de la ‘barbarie del especialismo’, aquella en virtud de la cual el hombre cualificado en un campo particular se comporta fuera de él como si tuviera competencia y autoridad, y no como uno de tantos, necesitado de seguir las orientaciones de los realmente cualificados”. ¿Quién no opina sobre las realidades más peregrinas e ignotas para él y, además, pretende que su opinión sea respetada? (V. Tantos tontos tópicos de Aurelio Arteta). “Una cosa es la masa —ingrediente capital de toda sociedad— y otra el hombre-masa —que puede no existir, porque es una enfermedad o dolencia que a veces sobreviene a las sociedades”.

No por lo escrito, la minoría selecta, la persona excelente, o con el deseo de serlo, debe ser petulante. Siguiendo a Leonardo Polo, la persona debe ser consciente de sus limitaciones personales y de las limitaciones de su circunstancia y por eso Polo definía al hombre como el “perfeccionador perfeccionable”, aquel que en su quehacer y su obrar anhela mejorarse él y su circunstancia. El hombre masa, por el contrario, no es un necio, sino aquel que cree tener ideas “taxativas”, escribe Marías, sobre todo porque todo lo sabe y no escucha ni atiende porque no lo cree necesario. Ni da razones ni tiene por qué: solo quiere llevar razón, como los sindicalistas y los fascistas, puntualiza Ortega. Esta actitud irracional, ¡con la que hay que contar siempre como realidad en el mundo!, lleva a la violencia. Creía Ortega que ya en 1930 se había alcanzado el cenit de esta y aún estaban por llegar las hecatombes de los dos decenios siguientes… “¿Cómo pudo escribir esto, precisamente cuando la violencia estaba empezando, un poco antes del triunfo de Hitler y de las matanzas de Alemania en 1934 y de la revolución de Asturias y de las purgas de Moscú y de la guerra civil española y de la Guerra Mundial, con los campos de concentración y los bombardeos arrasadores y la eliminación de millones de judíos y de los que no lo eran?”, enumera y se pregunta Marías asombrado.

Sí atisbaba Ortega el peligro de una violencia que hoy padecemos en las democracias representativas europeas donde el Estado la ejerce, o puede ejercerla, porque los ciudadanos le otorgamos el monopolio de su utilización. Es así porque creemos en que existen unos equilibrios entre los distintos poderes. Ortega llama a la violencia la ultima ratio, es decir: su empleo solo es admisible cuando no hay más remedio. Usar la violencia no es el camino mejor, pero se puede y debe usar; la paz no la tienen los pacifistas, sino los pacíficos; la eliminación de la violencia absolutamente es una utopía (desde el final de la Segunda Guerra mundial, aprendí, solo ha habido diecisiete días de paz en el mundo).

El liberalismo, según Ortega, es “la suprema generosidad, el derecho que la mayoría otorga a la minoría”, así como el bolchevismo y el fascismo son “Movimientos típicos de hombres-masa”, que nunca traen el mañana de mañana, sino un mañana arcaico “ya usado mil veces” y fracasado. Compara Ortega las sociedades generadas por la Europa occidental con las porciones del mundo comunista. Observa él que occidente, estamos en 1930, ha perdido, ha dejado morir las normas en todos los ámbitos. Europa, afirma, se ha quedado sin moral y, además, Occidente permanece desunido, porque Estados Unidos y Europa son incapaces de crear un espacio común bajo una misma bandera… Marías comenta cómo en Europa, tarde, mal y atribuladas, sin ilusión alguna, las naciones europeas querían generar (cuando él escribe en el 75) una Europa unida que recibirá, añado, el calificativo de los mercaderes: se ha olvidado su origen, sus cimientos y carece de sentido unificador.

Dedica Marías varios párrafos al tratamiento de lo que es una nación que Ortega hace en La rebelión. Ortega comenta largamente sobre ellas, cómo nacen, cómo se conforman y asientan, qué peligros les acechan… Medita Ortega cómo nacieron naciones hoy consistentes como España o Francia, por ejemplo, y cómo podría emerger una única nación en Europa de asentarse con acierto una idea nacional europea (cosa que un siglo largo después no se ha concretado). Ya Ortega se detiene en estas ideas, no sin cierta angustia tanto en el “Prólogo para franceses” y en el “Epílogo para ingleses”: teme, porque lo ve, que Europa se va a destruir, “se va a ir de entre las manos, por cerrazón mental y falta de imaginación. Pero hay que decir que ese prólogo y ese epílogo todavía no han sido entendidos por sus destinatarios. Y así van las cosas”, concluye Marías.

Para Marías La rebelión de las masas es un libro casi profético que anuncia lo que ya él constata en el momento en que escribe su prólogo, es decir: en el año 75, insisto: “En conjunto, este libro es mucho más verdadero que hace cuarenta y cinco años; se ha ido haciendo verdadero, es decir, verificando. La crisis de las normas, la creencia de que ya no hay mandamientos —de ninguna clase—, de que hay sólo derechos y ninguna obligación, la sustantivación de la ‘juventud’ como tal, hasta hacer de ella un chantaje, todo eso está filiado con singular precisión hace cuarenta y cinco años, mostrado como una ingente falsedad, como una suplantación de la realidad, que amenaza anular una época espléndida”. ¡La suplantación de la realidad!, afirma Marías, cuando hoy en 2024, la verdad y la mentira son intercambiables y la inteligencia artificial nos hace indistinguibles la realidad y lo generado por ella… ¡admirable!

El “niño mimado”, el “señorito satisfecho” que Ortega denomina a quienes viven en un mundo maravilloso, lleno de facilidades y confort, pero que ni ellos han trabajado por él y ni siquiera comprenden ni estiman: solo lo consumen, se sienten en él con derecho a todo y sin ningún deber. Tras la Segunda Guerra mundial (1945) hasta mediados del 65, según Marías, estos niños mimados de Ortega no tuvieron quien los mimara, pero con la venida de los felices sesenta se volvieron a subir en el carro que nunca empujaron ni supieron cómo funcionaba ni qué tarifas había que abonar, “y una nueva ola de ‘señoritismo’ se ha derramado sobre el planeta. Y con ella, una reactualización de La rebelión de las masas, una nueva promoción de hombres-masa, de ‘bárbaros especialistas’, de hombres que, porque dominan una parcela del saber, hablan con petulancia y autoridad de todo lo que desconocen”.

Todo lo ante dicho, todo lo diagnosticado, todo lo visto o sencillamente vislumbrado por Ortega en aquel primer tercio de siglo XX tendrá solución, a juicio de Ortega y Marías, cuando se recupere el afán por la verdad y Occidente tome posesión firme de su realidad.

Julián Marías murió en el año 2005, por tanto, no vio los derroteros que el Occidente del que hablaba ha tomado y más aún en estos últimos años de la segunda década del siglo XXI y perdonen porque diga lo evidente. No soy pesimista, pero lo que hemos visto en estos últimos años no invita al optimismo, sino a seguir trabajando cada uno, con los medios de que dispone en su parcela más próxima en su yo y su circunstancia perfeccionables.

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