29 de diciembre de 2023

495-Latorre, Francisco Mengíbar: JAÉN ETERNO

 



Estuve en la prometedora presentación pública de la obra que pretendo comentar. No me detendré en lo dicho por las tres personas que precedieron en el uso de la palabra al autor. Conozco a Paco Latorre desde no hace mucho tiempo y en la distancia corta de unos cafés y unos conocidos y algún amigo en común. El oírlo hablar en público, al hablar de su libro y particularmente de Jaén, de su Jaén, me hice idea de qué me esperaba en el libro. Me pareció que Paco habló con la calma serena de un sentimiento sincero del corazón, con una ilusionada sencillez. Nunca antes de ahora había leído un texto suyo. No me equivoqué.

Dijo Paco que su Jaén eterno, subrayando el subtítulo del libro, que no aparece en portada, pero sí en el interior, lo componían Relatos, cuentos y leyendas como guía genérica de los textos escritos. “También hay algunos poemas”, añadió. Ciertamente el libro lo componen leyendas de distintas épocas creadas por él, aunque lógicamente de pasados remotos, del medioevo, del Renacimiento. Historias que Paco imagina y plasma dándoles un baño de verosimilitud, situándolas en lugares, calles, edificios, etc. de Jaén, concretos y reales que él conoce, que quienes somos de Jaén los ubicamos sin dificultad. Entiendo que los relatos de los que hablaba son esos textos autobiográficos, reales o también verosímiles, de pequeñas anécdotas vividas en el calor de un hogar donde su madre es la piedra angular que todo lo caldea, sus hermanos, y su abuela, que no convive con ellos, pero que tanto se quieren y se viven. Esto, se me antoja, digan lo que digan quienes lo digan, ese calor de hogar, de cariño familiar, que da lugar a estas personas familiares, de trato cabal, sincero y sencillo, entre los miembros de una misma sangre y que aseguran el suelo confiado donde el niño y el adolescente pisa y se proyecta con ilusión hacia el futuro: de aquí nace “El barrio de san Andrés”, escrito para su madre con sumo agradecimiento. Así se comprende también la dedicatoria del libro: “Dedicado a los míos, a todos los míos, los que fueron, son y serán”. Quizá se pueda decir más alto, pero no más claro.

No le importa a Paco inventar historias menos creíbles como la supuesta carta de Antonio Machado Ruiz. Son recuerdos, los suyos, comunes a quien estas líneas escribe: los cines y las películas que cita, las majoletas y el canuto de caña, el pinchiqui y los trompos… Son aquellos años 60 del siglo pasado, los inicios de los 70 y un Jaén chiquito y casi doméstico. Cierto que no vivía yo en los barrios altos y antiguos de la ciudad, pero las experiencias, por semejanza de edades, son muy próximas…

El libro de Paco, afectado por la remembranza de sus recueros infantiles, se ve afectado de este mismo rasgo: el lector percibe una sencillez infantil, de juego de plaza en barrio, a lo largo del libro, de unas historias con otras, y como denominador común: el pasado como espacio adámico, de blanco lirismo, ingenuo, casi. Este inocente lirismo, teñido de la franca espontaneidad del niño que Paco lleva dentro y que él deja escapar, da como resultado este libro que será de añoranza para el lector jaenero: ilusiones y frustraciones de adolescente enamorado de una monja; la presencia de la muerte en huérfanos y viudas, la muerte del hermano rodeado de un sentir supersticioso; la sensibilidad con que trata el hecho de la prostitución, recuerdo cercano a su barrio; es admirable la ternura con que trata de las personas y de las piedras: con estas parece también mantener conversaciones bajo el paso y el peso de los siglos, pero para ello hay que aprender a escuchar y ser como él: “Yo, desde pequeño ya era una persona especial y sensible”(p. 155), confiesa. Aquel niño despierto y curioso, hoy hombre meditabundo y cargado de ilusiones saca de su Jaén eterno, un baúl sin fondo, este libro para compartir con quien quiera escucharle con los ojos estas amables historias.

No ha de buscar el lector en Paco Latorre al esteta, sino la lectura que sume en el recuerdo común a todos, porque todos fuimos niños y tuvimos sueños, todos tenemos hermosos recuerdos y tendemos a no recordar lo malo padecido, también acervo común de cualquiera que cumple años.

Las ilustraciones de Juan Eduardo Latorre están también cargadas de esa hiperbólica añoranza de edificios en soledad, calles sin paseantes, placetas solitarias vistas desde el ángulo del virtuoso del dibujo.

El libro lo recomiendo porque se lee con agrado, en pie de infancia y adolescencia… Y si el lector es de Jaén, lo disfrutará más porque seguro que alcanza a oler el azahar de la plaza de san Bartolomé y quizá oiga el agua de los Caños, y perciba la humedad de los callejones del barrio de san Juan…

Gracias, Paco, por tu libro.

 

 



No hay comentarios:

Publicar un comentario