Estuve en la
prometedora presentación pública de la obra que pretendo comentar. No me
detendré en lo dicho por las tres personas que precedieron en el uso de la
palabra al autor. Conozco a Paco Latorre desde no hace mucho tiempo y en la
distancia corta de unos cafés y unos conocidos y algún amigo en común. El oírlo
hablar en público, al hablar de su libro y particularmente de Jaén, de su
Jaén, me hice idea de qué me esperaba en el libro. Me pareció que Paco habló
con la calma serena de un sentimiento sincero del corazón, con una ilusionada
sencillez. Nunca antes de ahora había leído un texto suyo. No me equivoqué.
Dijo Paco que su Jaén
eterno, subrayando el subtítulo del libro, que no aparece en portada, pero
sí en el interior, lo componían Relatos, cuentos y leyendas como guía
genérica de los textos escritos. “También hay algunos poemas”, añadió. Ciertamente
el libro lo componen leyendas de distintas épocas creadas por él, aunque
lógicamente de pasados remotos, del medioevo, del Renacimiento. Historias que
Paco imagina y plasma dándoles un baño de verosimilitud, situándolas en
lugares, calles, edificios, etc. de Jaén, concretos y reales que él conoce, que
quienes somos de Jaén los ubicamos sin dificultad. Entiendo que los relatos de
los que hablaba son esos textos autobiográficos, reales o también verosímiles,
de pequeñas anécdotas vividas en el calor de un hogar donde su madre es la
piedra angular que todo lo caldea, sus hermanos, y su abuela, que no convive
con ellos, pero que tanto se quieren y se viven. Esto, se me antoja, digan lo
que digan quienes lo digan, ese calor de hogar, de cariño familiar, que da
lugar a estas personas familiares, de trato cabal, sincero y sencillo, entre
los miembros de una misma sangre y que aseguran el suelo confiado donde el niño
y el adolescente pisa y se proyecta con ilusión hacia el futuro: de aquí nace
“El barrio de san Andrés”, escrito para su madre con sumo agradecimiento. Así
se comprende también la dedicatoria del libro: “Dedicado a los míos, a todos
los míos, los que fueron, son y serán”. Quizá se pueda decir más alto, pero no
más claro.
No le importa a Paco
inventar historias menos creíbles como la supuesta carta de Antonio Machado
Ruiz. Son recuerdos, los suyos, comunes a quien estas líneas escribe: los cines
y las películas que cita, las majoletas y el canuto de caña, el pinchiqui y los
trompos… Son aquellos años 60 del siglo pasado, los inicios de los 70 y un Jaén
chiquito y casi doméstico. Cierto que no vivía yo en los barrios altos y
antiguos de la ciudad, pero las experiencias, por semejanza de edades, son muy
próximas…
El libro de Paco,
afectado por la remembranza de sus recueros infantiles, se ve afectado de este
mismo rasgo: el lector percibe una sencillez infantil, de juego de plaza en
barrio, a lo largo del libro, de unas historias con otras, y como denominador
común: el pasado como espacio adámico, de blanco lirismo, ingenuo, casi. Este
inocente lirismo, teñido de la franca espontaneidad del niño que Paco lleva
dentro y que él deja escapar, da como resultado este libro que será de añoranza
para el lector jaenero: ilusiones y frustraciones de adolescente enamorado de
una monja; la presencia de la muerte en huérfanos y viudas, la muerte del
hermano rodeado de un sentir supersticioso; la sensibilidad con que trata el
hecho de la prostitución, recuerdo cercano a su barrio; es admirable la ternura
con que trata de las personas y de las piedras: con estas parece también
mantener conversaciones bajo el paso y el peso de los siglos, pero para ello
hay que aprender a escuchar y ser como él: “Yo, desde pequeño ya era una
persona especial y sensible”(p. 155), confiesa. Aquel niño despierto y curioso,
hoy hombre meditabundo y cargado de ilusiones saca de su Jaén
eterno, un baúl sin fondo, este libro para compartir con quien quiera escucharle
con los ojos estas amables historias.
No ha de buscar el
lector en Paco Latorre al esteta, sino la lectura que sume en el recuerdo común
a todos, porque todos fuimos niños y tuvimos sueños, todos tenemos hermosos
recuerdos y tendemos a no recordar lo malo padecido, también acervo común de
cualquiera que cumple años.
Las ilustraciones de
Juan Eduardo Latorre están también cargadas de esa hiperbólica añoranza de
edificios en soledad, calles sin paseantes, placetas solitarias vistas desde el
ángulo del virtuoso del dibujo.
El libro lo recomiendo
porque se lee con agrado, en pie de infancia y adolescencia… Y si el lector es
de Jaén, lo disfrutará más porque seguro que alcanza a oler el azahar de la
plaza de san Bartolomé y quizá oiga el agua de los Caños, y perciba la humedad
de los callejones del barrio de san Juan…
Gracias, Paco, por tu libro.
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