Con don Francisco de Quevedo
siempre me llevé muy bien. La verdad es que el tipo, por sus actos y escritos,
me resulta muy genuinamente español y admirable. Sus obras me han hecho reír y meditar
mucho; sufrir alguna vez. Sigue pendiente por leer la biografía de Jauralde Pou
que lleva años ardiendo de ansiedad en mis estanterías. Llegará, Dios
queriendo.
No olvido, al hilo de
esta lectura que hoy comento, aquel pasaje de sus Sueños en los que don
Francisco relata que, yendo por un camino muy áspero y difícil, pensó que iba
por la estrecha y ardua vereda de la virtud que al Cielo lleva, sin embargo,
esta cavilación fue fugaz:
“duróme poco, porque oí decir a mis
espaldas:
«Dejen pasar los boticarios».
¿Boticarios pasan?, dije yo entre mí, al
infierno vamos.
Y es que los boticarios
como los pasteleros, los bodegueros, los sastres…, médicos, esgrimidores,
despenseros, avarientos herejes, genoveses son condenados por Quevedo al
infierno. A ver, todo no se puede tener. Se dice ahora, quizá desde un ángulo
semejante a lo políticamente correcto, que Quevedo no pensaba realmente su
rechazo contra los oficios citados, contra negros, judíos y maricones. Vamos a
dejarlo ahí porque el asunto no es tan simple y todos estamos gustosos de
recordar pasadas glorias, antepasados nobles y honradísimos, y callar lo que
menos brillo tuvo, en este caso, el pensamiento ambiente en lo escrito al
respecto en el Siglo de Oro en
general y de Quevedo en particular: era lo que había.
Los artículos que
componen este libro de Caballero-Infante son de variadísimos temas, todos ellos
relacionados con lo que se denomina por los profesionales oficina de
farmacia, es decir, una farmacia a secas para el vulgo, que es donde
se emplean los farmacéuticos. El autor deja muy clarito desde sus primeros
artículos que él no es un dispensador de pastillas ni chorradicas, “tonterías”
las llama él, más o menos próximas o ajenas al gremio: por hacer un favor,
vendió un filtro para el grifo del agua y más le hubiera valido estarse
quietecito y cortarse un dedo. Lo mejor, ya se sabe, enemigo es de lo bueno y
por servir de más…
El autor se sabe
farmacéutico y muy digno, como corresponde, se pone y anima a ponerse a sus
colegas en el lugar que les corresponde. Me gusta y uso mucho la expresión:
“Nadie es más que nadie, pero cada uno es cada uno”. Se sabe el farmacéutico servidor
en la cadena sanitaria, pero no por ello es una escupidera. El médico tiene su
lugar y boticario el suyo… Y añado: La dignidad no es vanidad ni jactancia,
sino apreciar, cuidar y acrecentar lo otorgado y ganado, es valoración de la
respetabilidad debida, en este caso, a una profesión que, quien el libro
escribe, piensa, y demuestra, que es atacada, como lo son tantas, con el
desprecio y el ninguneo, tácito o explícito, de las instituciones, los
estamentos o las personas a quien se está dispuesto a servir con humildad,
prontitud y ciencia.
Las anécdotas con los
pacientes -¡quien a la botica va es porque algo padece, digo yo!- se trufan de
muy distinto signo en la experiencia de Caballero-Infante: las hay simpáticas,
llenas de ternura, tristes, lamentables…, pero tienen todas el regusto de la
realidad vista y vivida por el pundonoroso boticario que, además, trasciende
“la mesa de dispensación” y se acerca profesionalmente a quien acude a él. He
sentido, por muchos motivos, profunda pena por su paciente Manuel y su familia…
Al igual que el médico,
no se puede andar con contemplaciones ante el enfermo grave, sino que ha de
hacer lo que debe sin más miramiento que su ciencia y el respeto al paciente;
otro tanto debe hacer el boticario, que no es un tendero agradador de todos los
segismundos… Cristo echa del templo a los mercaderes y lo hace con violencia
porque el amor obliga: el celo de tu casa me consume, Juan 2:17.
Este boticario nuestro
está ducho en su oficio y no ceja por hallar o buscar, como Juan Ramón, por
poner un poner, el nombre exacto de las cosas y así no le vale cualquier
palabro. Domina el sermo vulgaris y así imita en sus escritos, sin
desprecio que valga, el habla de sus pacientes menos cultos o marginales… y usa
con precisión de boticario el léxico propio del oficio. Gracias. La metonimia de farmacia
por farmacéutico no es su agrado ni Farmacia de guardia, porque
entiende por lo dicho, que quien está de guardia no es la oficina de farmacia,
sino el farmacéutico que está sirviendo a quienes lo requieren.
Se reconoce el autor, en general,
puntilloso y quizá chinchorrero y así: se mosquea, se enfada, se irrita, se
desasosiega, le hacen pupa, se indigna, clama al Cielo, se frustra e
impacienta… porque el mundo que le rodea no es como debiera de ser, según él, o
según… Ya lo he escrito muchas veces, en general, los occidentales somos kantianos
moralmente y el deber ser nos trae fritos como a Caballero-Infante y,
ciertamente, como confiesa: “no se calla ni una” y su diario, este que comento,
es el desaguadero y desahogo de sus malos humores
Mucho de lo que explica y padece es común
a otras profesiones. Servidor no es boticario y se suma a muchas de sus quejas
y sus puntos de vista, no en vano, de lo que mucho me alegro, corre sangre
común por nuestras venas.
Si usted quiere pasar un buen rato o es
boticario… le recomiendo leer a don Pedro Caballero-Infante… en su obra: UN
BOTICARIO A DIARIO.
No hay comentarios:
Publicar un comentario