Hay trajes que no se quedan ni estrechos ni anchos por mucho tiempo que pase por ellos y por nosotros. El traje que me convierte en una mixtificación entre Martínez Soria y Gracita Morales, a quienes Dios guarde, siguen estándome al pelo. Siempre que voy a Madrid me los pongo, cojo la canasta y la boina y me planto en esas calles donde me cruzo con miles de personas a quienes no conozco ni me conocen, a quienes no saludo ni me saludan. Van azorados, azacanados, con cara de velocidad: no sonríen, van muy serios a lo suyo. Cada uno va a lo suyísimo. Y yo los miro, los observo, los contemplo. Siempre me quedo con ganas de parar a algunos, por lo que sea, y preguntarles por sus quehaceres, sus inquietudes. Ayer en la parada del autobús había un señor con cerca de setenta años, muy delgado, traje con chaqueta y pantalón semejantes pero desiguales; la corbata desbordaba el cuello de la camisa por el cogote, que le estaba muy ajustada; en la espalda, a la altura de la paletilla derecha, el traje tenía un leve desgarro que dejaba algunos hilos fuera; el pelo demasiado largo y no muy limpio y muy repeinado hacia atrás; los zapatos, atados, negros, con muchas grietas en ambos empeines: limpísimos; sus manos y sus uñas inmaculadas. Llevaba una carterita acolchada con asas y con una publicidad que no pude ver por más que lo intenté; una de las esquinas mostraba el desgaste los muchos años de uso… ¿Quién eres? ¿De qué vives? ¿Cómo vives? ¿Con quién vives? Sentémonos y tomemos un café. Yo pago. Cuéntame de tus penas… No me atreví a hacerlo. Se apeó en la Gran Vía. Se bajó y confundió en esa corriente continua de personas que son las aceras de Madrid por el centro al filo del mediodía. Ve con Dios, buen hombre: Él mira por ti, aunque quizá ni tú ni tantos lo sepamos.
Me desborda Madrid. Lo
esperaba mutado en otoño y es cierto que llovió y que todo quedó con un aire
nuevo, casi limpio, pero hacía calor. Este año, a estas alturas de septiembre,
tengo la sensación de no haber conocido este 23 ni primavera ni invierno. Mi
impresión es que el verano ha extendido sus alas y ha cubierto todo desde enero
a hoy y hasta donde me alcanza la memoria. No dejo de sudar en Madrid.
Visito el museo de
Prado y me asombran sus cuadros mientras avanzo camino de las salas de
Velázquez. Hoy solo quiero ver, mirar, contemplar las pinturas de Velázquez,
pero apenas puedo hacerlo. Doy una idea que regalo, es gratis: debieran poner
junto a los cuadros unos letreros donde se indique: PROHIBIDO CHUPAR LAS
PINTURAS y LOS MARCOS. ¿Por qué coño se agolpan los curiosos tan pegaditos a
Las Meninas? Hasta el perro del ángulo inferior derecho mira desconfiado de que
cualquier andóbal le muerda sin piedad: animalico, no se fía. Me agobian las
bullas, huelan a incienso o a porro o a sudor… Me inquieto. Veo lo que puedo, miro lo que
me dejan; pienso que, para este viaje, mejor haber contemplado tranquilamente
las pinturas en mi casa y en el ordenador. Lástima de ocasión perdida. Lo
intentaré mañana con Goya. En otro viaje…, si lo hay… ya veremos.
Voy por el centro de
Madrid. Tiendas de todo tipo y de las realidades más inverosímiles y para
públicos inimaginables; restaurantes y bares y tabernas… para todos los gustos,
que es tanto como decir, para ningún gusto: podría parecer que da igual tomar
una cerveza aquí o allí, si da igual es porque ambos tienen el mismo valor y
por tanto ninguno vale más que otro… No veo moda ninguna. No hay tendencias.
Cada uno va disfrazado como le peta, enseña lo que quiere, muestra su lado más…
qué: ¡ni idea! No es problema de elegancia ni de armonía ni de reventar el ojo
del vecino cuando nos mire… ¡qué horror!, pienso, mas… También hay personas
elegantes, elegantísimas, como no las hay en mi pueblo. Solo los chavales van
uniformados con ropas deportivas de las más diversas marcas. Escucho el hablar
de quienes me rodean y van o vienen y hablan en ruso, en inglés, italiano,
francés, portugués, alemán… ¡los orientales no sé en qué hablan!, porque por su
aspecto no sé deducir de dónde proceden; ¿dónde están los árabes? Miro a los
pies de los viandantes y observo que estoy en el pequeño grupo de quienes usan
zapatos: la mayoría, vistan como vistan, calzan zapatillas deportivas de las
marcas y formas y colores y estilos más desconocidos… casi imposible ver dos pares
iguales: ¡qué originalidades!
Los sudamericanos son
legión. Sus rostros, sus alturas, el tono de su piel, el color de su pelo los
delata. Ellas, casi todas, tienen aspecto de trabajar en el servicio doméstico
o detrás de la barra de un bar, una frutería… Ellos, observo, trabajan en la
obra: con sus cascos de colores, sus ropas muy usadas, cuidadas… ¡qué dientes
más blancos! También los observo y están serios. Aquí parece ser que hay bien
poco de lo que reírse y nada por lo que pararse. Me advierten que están
llegando a Madrid sudamericanos del taco que están comprando pisos
carísimos por el centro.
Los olores de las colonias son un mundo
de sugerencias. ¿Cómo habrá elegido esa señora o este joven esa fragancia tan
dulce? ¿Se acomodan el vestir, la personalidad y la fragancia que usan? ¡Qué
olores más ajenos! Muchos, la mayoría no sabría describirlos. Recuerdo al
protagonista de El perfume de Patrick Süskind, aquella novela que tanto me
decepcionó. Es obvio que me sacan del campo y del pueblo y nada sé de esos
olores, esas fragancias, de esos efluvios extraños que me asaltan…
¿Le sorprende si
le digo que todos van con el móvil en la mano, o leyendo o hablando? Formales,
solventes, solemnes casi… El mundo espera su llamada, depende de sus palabras…
¡Qué miedo! Los pinganillos en las orejas. Aparentemente hablan, como los
locos, solos. ¿Quizá esperan hablar a Dios un día?
¡¡Uff!! La
Biblioteca Nacional. Llego a ella disminuido, vencido, aliquebrado. ¡Qué
majestuosidad! ¡Qué alturas de techos! Su sala central de lectura me abruma. Su
imponente silencio me atrae. Pocos lectores. La inmensa sala de altura difícil
de calcular da un aspecto majestuoso, casi envidiable. Paso por la sala Cervantes,
la de Goya… Saludo a los conocidos.
Será verdad que
de Madriz al Cielo, pero servidor no gasta y aspira a volverse a su
pueblo.
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