Alguna vez creo haberlo
escrito antes: no es tanto con obras como con autores en sus obras que, cuando los
releo, recupero sensaciones de antaño que suponen una vuelta a un lugar amable
y conocido como es el hogar. Esto justo me ha ocurrido con las lecturas de esta
Revista de Occidente dedicada a Ramón, lo que así dicho basta
para buen entendedor, pues Ramón es solo Ramón Gómez de la Serna.
Empecé a leer a Ramón
cuando yo era un muchacho. Lo leía siguiéndolo con la angustia y fervor trepidante
de un devoto que no halla el fondo que persigue y continúa su búsqueda afanosa sin
descanso. Sus desasosegadas novelas eran una suma de greguerías –invención suya–, de
fuegos artificiales donde en las tramas sus personajes vivían situaciones entre
lo inverosímil y la apoteosis de lo increíble.
Era Ramón para mí el
mejor escritor conocido –comprendo la enormidad de mi creencia, pero tal era
y así lo dije en alguna oportunidad–. Era Ramón el bosque siempre
virgen e inexplorado que tras cada renglón me deparaba una visión de un mundo
nuevo e inimaginable para mí, de feliz imaginación y tan paupérrima a su vera.
Era Ramón un frenesí continuo en sus lecturas, en sus novelas inacabadas que
continuaban en la siguiente o tal vez tras la lectura de otras tres, o cuatro.
Era Ramón el escritor inabarcable que, en realidad, era un niño–hombre
que parecía ir a ninguna parte cargado de razonables sinrazones, pero con una
determinación inconmovible… Deslumbrado yo, lector, siempre.
Se divide el sumario de
esta Revista de Occidente de enero de 1988 en cinco grandes apartados de
los que el primero lo ocupan variados artículos sobre la obra de Ramón y sus
significación –desaparecida
hoy, como ya entonces, en el 88, quiero decir– en la literatura no
solo española, sino europea. Se señalan los caminos borrados por la envidia,
por las modas, por la vida en sí y así sus novelerías desaparecieron de
librerías enteras, cuando no hacía tanto los escaparates se atiborraban de
obras de un Ramón siempre indigente, pobre hasta la miseria más absoluta por
voluntad propia: la creación
inmisericorde, inabarcable, incabable, escribiendo sin descanso, sin aspirar
nunca a dejar de editar por ser quizá el clásico que llegó a ser: no esperes a
criarte para clásico… Y así Ramón fue un escritor precoz porque, como alguno de
los artículos recoge, era un niño de papá que lo proveía del dinero necesario
para editar sus novelas y aquella revista, Prometeo, fundada en 1908,
donde Ramón y su hermano Gaspar podían dar rienda suelta a todo lo que les
diera la gana, como hoy cualquier bloguero, como servidor, puede escribir de cuanto
le venga en gana porque papá paga (su padre también escribía, por cierto, en Prometeo).
Centenario de Ramón que
dedica la Revista de Occidente, donde tanto escribió, y donde tanto
aprendió el propio Ramón de Ortega el fundador de la misma, hijo este también
de papá, rico con periódico, donde el filósofo pudo escribir y explayarse
cuanto quiso ¡como otro bloguero más al uso hoy!
Tendría que mirar entre
mis fichas y no sé si entre ellas estarán todas las obra que leí de Ramón… No
tengo a mano el fichero, pero todo esto leído en estos días en un pispás, sin
sosiego, con desmedido afán, me ha vuelto a casa… hasta terminar el apartado
completo que la Revista de Occidente dedica como homenaje al ya citado
centenario.
Una anécdota para concluir.
Un poema de la etapa neoyorquina de Juan Ramón Jiménez como comentario y una
pregunta de teoría eran todo el examen final de cualquier asignatura de algún
curso en la Universidad que padecí. Nota: un 6. Pido ver el examen. No estoy de
acuerdo con la calificación. La profesora alega que no había asistido a clase –lo
que era cierto–,
cosa que ya le había yo anunciado que haría; que no había expuesto mi respuesta
con el orden establecido por ella en sus clases, lo que era cierto: no usé
apuntes de ellas, solo leí obras de los autores estudiados y monografías, algún
manual, supongo, porque esto era lo que hacía habitualmente… Un seis
inamovible, mondo y lirondo. “Pues le digo –le comenté como despedida y
desplante torero a la docente–… De Ramón sé yo más que usted…, durmiendo. Buenos
días”, y me largué. Lo siento ahora, cuando ya es tarde: “esas cosas no se hacen”,
aunque fuera verdad.
Ignoro si hoy mis
dolores lumbares, de cintura, me permitirían seguir el ritmo sinuoso, alocado y
furioso, cargado de regateos… de la prosa ramoniana. No lo sé, pero sí puedo
afirmar que lo he pasado en grande recordando aquellas lecturas… ¿o era
aquellos tiempos lo que recordaba y añoraba?
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