Retirado
en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos,
y escucho con mis ojos a los muertos.
Como no solo de pan vive el hombre,
bien está leer libros que alimenten eso que la ascética llama la vida
interior y que nos aproxima a Dios que, para mí, es Padre.
El la tibieza vicio. Copio de María
Moliner: “(Ser) Aplicado
a personas y, correspondientemente, a sus ideas, creencias, fe, etc., poco
fervoroso. 5 (Estar)
Con referencia a las relaciones de una persona con otra a la que le une amistad
o parentesco, poco afectuoso, algo enemistado”.
Tengo
por costumbre, y cada uno las suyas, hacer balance una vez al año de cómo la
realidad de mi vida va, toda ella. Cuelgo en la puerta de mis quehaceres el
“Cerrado por balance” y me largo donde pueda estar a solas conmigo mismo que
quien habla a solas, ya lo dijo el poeta agnóstico, “espera hablar a Dios un día”:
servidor lo procura a diario por aquello del carpe diem y porque quizá
mañana no alcance ni llegue.
No me
gusta la palabra rutina. Sé que se emplea en los gimnasios: “Aquí tiene
usted su rutina”, es decir, el conjunto de ejercicios que debe llevar a
término en su entrenamiento. “A ver si me meto en la rutina”, aspira quien
vuelve de las vacaciones o pasó enfermedad, es decir: quiere dejar lo
extraordinario y volver a lo ordinario y cotidiano. Para mí, sin embargo, no
logra deshacerse la palabra de su sentido peyorativo de reiterado, aburrido,
repetido, redundante, machacón, pesado… Lo siento. No, no me gusta la rutina.
Entiendo que cuando esta se mete en los intersticios de lo cotidiano pone frío
y rompe y rasga… La rutina se mete en el trabajo que desarrollamos en nuestros
empleos y se hace monótono; la rutina penetra en nuestros amores y se aguanta
más que se ama; la rutina se cuela en el día a día y nos preguntamos qué
haremos con este hartazón de tanto de lo mismo; la rutina es comer todos los
días carne con patatas en el desayuno, en el almuerzo y en la cena… ¡un
auténtico coñazo!, palabra malsonante, pero admitida por la RAE.
Quienes
saben de esto, y Fernández Carvajal me da a mí que sabe, afirman que la tibieza
es enfermedad que se filtra poco a poco en el trato con Dios y va dejando un
poso, que es polvo, que es una pátina mugrienta que insensibiliza a la persona
que trata con Él: el amor a Dios y la lucha por alcanzarlo, y dejarse amar por Él, supone un
empeño por estar vigilante, “un deseo eficaz de buscar al Señor a lo largo del
día. Este esfuerzo alegre es el polo opuesto a la tibieza, que es dejadez,
falta de interés en buscar al Señor, pereza y tristeza en nuestras obligaciones
de piedad para con él”. La cursiva es tan mía como la deducción siguiente:
se puede aplicar mutatis mutandis al amor humano. Cuando la rutina,
cuando la tibieza entra en las relaciones interpersonales –Dios solo puede ser personal, es decir, una
persona-, en las relaciones entre seres que se aman… empieza la ruina: “Pero por cuanto eres tibio,
y no frío ni caliente,
te vomitaré de mi boca”, escribe san Juan en el Apocalipsis. Si permitimos a la
tibieza entrar en nuestras relaciones con los demás, ¡incluso con nosotros
mismos!, se acabaron los proyectos, las ilusiones, la alegría, la felicidad…
(ojo estas, alegría y felicidad, son fruto de la entrega, del darse al otro:
“La felicidad es una puerta que abre hacia fuera”, decía Kierkegaard)… Todo, insisto, se vuelve ruina y repetir
los dos últimos versos de Quevedo de su inmisericorde soneto: “y no hallé cosa
en que poner los ojos /que no fuese recuerdo de la muerte”. Dado el caso, ya no
hay cierre por balance, sino cierre por liquidación.
Pues de eso va… el libro que hoy
comento y lo que escribo lo voy deduciendo de lo que leo y medito. Muy cerca,
por cierto, de La Torre de Juan Abad… donde Quevedo decía y escribía la estrofa
con que comenzó esta entrada. El libro de Fernández Carvajal lo he leído varias
veces y meditado alguna otra. Sin duda es recomendable para quienes se
encuentren tibios (quien realmente lo esté no querrá leerlo en modo alguno) o
quieran examinarse y caldear motores en el trato con los demás, particularmente
con Dios.
Hecha esta parada, permítanme que siga
camino, pues bajo el status viatoris vive y viaja el hombre por esta
tierra a veces amable, por ratos árida y detestable.
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