A mis compatriotas muertos durante la pandemia
Me permito pasar revista
irregular y caprichosa de lo que creo que ha cambiado en este breve lapso de
tiempo, de la llegada del coronavirus a hoy: en nuestro entorno, en el fondo,
de raíz… El nuevo modo de encajar lo que pensamos y lo que intuimos, aquello
que ni siquiera se piensa, pero se ha hecho uno con el panorama: está ahí, ahí
puesto, a la vista, al alcance de cualquiera que lo medite un poquito. Lo
asentado en estos meses es ya uno con nosotros: nuestra circunstancia a nivel
nacional y global.
En España, el 21 de junio del año
2020, por fin, terminó el llamado estado de alarma que comenzó el 14 de marzo
del año 2020. Si las cuentas no me fallan, que poco importa esto ahora, han
sido 99 días, creo. Durante estos tres meses y pico, la cifra poco importa
ahora: no le quepa duda de que, como el poeta dijera, “Nosotros, los de
entonces, ya no somos los mismos”. Estos tres meses han cambiado muchas
realidades profundas de nuestras vidas, de la convivencia, de nuestras
convicciones, de nuestra circunstancia en el sentido más orteguiano del
término. Lo sucedido ha deparado un nuevo horizonte, un nuevo compás y medida
de los tiempos. Esto ha sido el pendulazo, insisto, de un cambio radical: no
todo es absolutamente prístino y virgen como una campana nueva…, pero lo que
ayer estaba disperso e inconcreto, hoy ha tomado asiento y echado cimientos
profundos. El cambio está en el modo en que miramos o se nos presenta aquello
que durante muchísimos años, siglos en algún caso, nos acompañó en el viaje
humano desde la bestia selvática que fuimos hasta el animal, racional…
dependiente.
Miramos al mundo desde la tele y
observamos que ahora forma parte del paisaje cotidiano el embozo de todos por
doquier. No estamos convencidos, no somos obedientes: muchos tienen miedo
sencillamente; pánico. No es importante que ahora todos, como antes los
cuatreros, los atracadores, los ladrones, los malos… ocultemos nuestros rostros
con mascarillas, como los cirujanos y sus enfermeros en los quirófanos… Ahora
todos tapamos nuestros rostros tras las mascarillas. No es importante. Eso es
accidental. Lo malo es que la mascarilla ahora evita que la cara sea el espejo
del alma… Ha dejado de serlo quizá para siempre. El embozo creará vicios que se
asientan y naturalizan con el panorama. Ahora, secuestrada la realidad, decae la
posibilidad de acuerdo y de diálogo: no sabemos a qué se refiere el otro, de
qué habla. El Diccionario ha muerto. Los significados han sido violados,
forzados, y ya no hay armonía y adecuación con sus significantes. Raptada la
realidad, toda ella tozuda, ha sido apuñalada, vejada, violada, humillada,
forzada… y no se comparece con la verdad de los nombres que la designaban. Hoy
ya no hay verdad ni mentira. Eso que fue pecado, por inadecuado, en las tablas
que Dios entregó a Moisés, no mentirás…, ha sido pulverizado. En una ética ni
mínima ya ha desaparecido el sonrojo propio y ajeno ante la pinturera mentira
rufianesca, descarada, jactanciosa: insolente. La mentira es ahora una pieza
más en el puzle ordinario y cotidiano de la vida: la mentira es una realidad
pública y privada. Antes creíamos algo por quien nos lo decía, qué nos decía y
por la experiencia… Todo ha sido barrido. Un presidente de un gobierno puede
mentir con o sin mascarilla y no tiene por qué justificarse, ni que pedir
perdón, ni ruborizarse… No pasa nada. Los niños pueden ya mentir cuando sientan
temor ante el posible castigo: no se debe corregir a quien mienta; el adulto
puede mentir a calzón quieto por vanidad, excusa, interés, capricho… porque la
mentira y la verdad no existen: son uno, son ya pareja de hecho. Han sido
desintegradas tras siglos de haberse perseguido denodadamente: ¡cómo se ha
buscado la verdad!, pero se acabó… El sinvergüenza no es malo: es… otro modelo,
un nuevo estilo.
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