A Abdulah Bari
Me desconcertó siempre
leer un libro del que nada sabía; leer a un autor de quien ignoraba su proceso
creativo, su obra. No me gustaba. No me agrada. Si he leído esta obra es porque
me la recomendó vivamente un exalumno en quien confío. “Me encanta esta obra,
vuelvo a ella una y otra vez”, me vino a decir. Leída y gustada. Pensada.
El argumento de la misma
es en apariencia simple: no confundirlo con sencillo porque no creo que
lo sea. Estamos en Japón. Un grupo de muchachos reclusos en un reformatorio son
trasladados desde este a un pueblo. Se está llegando, parece, al final de la II
guerra mundial. Trasladan a los niños y muchachos a un pueblo sin nombre en un
lugar sin nombre, allá, en las montañas, lejísimos, a un espacio aislado ¡sin
nombre! Nada más llegar y marcharse el celador que los custodió y trasladó, parece
haberse declarado una epidemia que mata a los animales y a las personas en
dicho pueblo. Los habitantes de este, miserables campesinos, en su tener y ser,
dejan desamparados y aislados a los niños que se intentan organizar solos. Los
campesinos vuelven y quieren convencer a los muchachos que ellos nunca los
abandonaron, que los van a tratar bien, que eso deben decir a las autoridades
que vendrán… El protagonista no se somete. Lo quieren matar, pero huye. La
novela concluye en una reticencia…, unos puntos suspensivos que no cierran el
relato.
Sigo pensando, desde
que, siendo un chaval, leí a escritores japoneses relevantes que tienen algo en
común que me desconcierta y no me agrada. Cierto que solo recuerdo haber leído dos
y a un tercero del que guardo solo recuerdos de una novela suya que no pude terminar,
no fui capaz: no la entendía. Digo que he leído, no sin dificultad, a Yasunari
Kawabata y Yukio Mishima. En los últimos años solo una obra de Haruki Murakami.
Tienen algo en común. Me pierdo en la falta y carencia del proceso -algo de
ello hay también en el cine japonés-: un primer plano en un rostro o un paisaje
pretende sustituir un proceso que es escamoteado, dado por sabido y así, desde
el inicio de una historia a su final, sea corta o larga, tengo la sensación de
haberme perdido en algún recodo de la trama, no haber entendido algo… Se inicia
el proceso y se concluye: se acabó; no son necesarias más explicaciones ni más
imágenes ni… Quizá así de inteligibles es, tantas veces, la vida.
La obra de Arrancad
las semillas está repleta de descripciones: anímicas, físicas,
caracterizaciones psicofísicas de personajes; topografías confusas que no
sitúan realmente al lector en el espacio ni sabe este en que estación del año
está, ni se sabe la hora: la selva está en los aledaños del pueblo, pero son
una y otro descritos de manera que el lector no se ubica. No termina tampoco de
conocer a los personajes. Es posible que el autor haya optado por una estética,
una sintaxis y un léxico simple que le costó depurar y, por ello, no es tampoco
tan simple como sencillo a base de depurar su estilo que, sin duda, acompaña al
argumento.
La educación que
muestran todos en la obra es elemental, primaria, casi inexistente por brutal y
grosera. Los pasajes sórdidos relacionados con el sexo son animales,
fisiológicos: un capítulo se titula “Amor”, como se podía titular “Del
viento y sus aledaños”: ni eso es viento, ni esos son sus aledaños, ni aquello
es amor por en ningún sentido; cierto que otros títulos de capítulos sí
orientan al lector sin pretender incitarlo a continuar la lectura.
Creo que la epidemia,
en esta obra, tiene un sentido simbólico. Todos los elementos principales de la
misma son simbólicos: los niños reclusos, el celador-vigilante, los campesinos,
el pueblo, el desertor japonés y los vecinos coreanos pobres, los barrancos
insalvables, la carretilla que supuestamente comunica con la libertad… Dentro
del reformatorio, el protagonista, que narra en primera persona, sabe que está
encerrado y lo seguirá estando cuando salga, cuando vaya, cuando venga, aquí o
allí… “No podría escapar jamás. Tanto dentro como fuera, había puños duros y
brazos brutales dispuestos a herirme y golpearme”, afirma casi al final de la
obra. Considero, tras meditarlo, que Oé nos habla de la presión de un Sistema,
tan real como invisible, creado por el dinero, el poder, el miedo, la
violencia… Lo notamos, nos quejamos, lo padecemos, mas no podemos liberarnos de
él. Allí donde estemos somos niños azotados, engañados, atrapados en “nuestro
pueblo” por un Sistema indescifrable, indescriptible, que tiene sus esbirros:
sus soldados, sus campesinos violentos que amenazan, engatusan, golpean,
mienten y manipulan en nombre de sus señores (¿habla de los políticos?).
Si desde el punto de
vista formal no hice grandes hallazgos, en su conjunto, contenido y forma, el
desarrollo del argumento, me han gustado y hecho meditar… ¿Qué ha sido del
hermanillo del protagonista que se escabulló y del que no se ha hallado el
cadáver? ¿Sobrevivió, ha muerto? ¿El protagonista que se rebela logra vencer o
es atrapado y masacrado por los sicarios del Sistema? ¿Qué podemos hacer usted
y yo ante esta epidemia de mentiras, de amenazas difusas, de realidades
inasibles, inadmisibles, incomprensibles…?
Si tiene un rato, lea
esta obrita y pasará un rato agradable.
Puede hacerse lo que hizo aquel hombre cuando un vecino le echó un perro rabioso a su jardín: le pegó un tiro. Muerto el perro, se acabó la rabia.
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