Decía Cela que se
extrañaba de aquellos que le colgaron el sambenito de ser el creador del
tremendismo, y verdad es que no fue él su iniciador, y se escandalizaban, sin
embargo, y se rasgaban sus vestiduras, cuando se había salido no hacía mucho de
una guerra fratricida donde no se dejó de tocar ninguna tecla de las teclas más
viles del horror: ninguna. Él seguía el principio stendhaliano de pasear el
espejo por el camino que, su maestro, don Pío Baroja, aplicó a sus novelas.
Así, una obra era, o podía ser, lo que el espejo reflejase, no más. Se guardaba
el gallego un razonamiento en la manga y es que se puede pasear el espejo por
espacios muy diversos, con inclinaciones muy distintas y etcétera, es decir:
que uno escribe lo que quiere o lo que puede y baja las escaleras como le da la
real gana.
Algo de esto sucede con
la novela Temporada de huracanes. Su autora, me da la impresión, de que
ha paseado, y en su derecho está, el espejo por lo más sórdido del vivir
mejicano. Quienes estamos lejos y ajenos de esos mundos tanto acá, a este lado
del charco, como de allá, quiero decir, de los miserables espacios sociales, de
su escoria, donde el viento arroja, arrumba y arrincona lo más roñoso y vil de
una sociedad de por sí, por desgracia, escasamente bienoliente… no dejamos de
asombrarnos. El viento empuja y la voluntad pone su parte. ¿Pueden existir
espacios donde se conciten la miseria económica, moral, ética… en los grados en
que Fernanda Melchor nos describe? Estoy segurísimo de que es posible: la
mayoría de nosotros hemos visto, aunque, gracias a Dios, no conocido de primera
mano hasta dónde puede llegar la indignidad humana en los campos de
concentración, y no solo los nazis… El libre albedrío, que no la libertad, pues
de esta carecen esas personas, puede llevar a perversiones y modelos sociales,
personales, abominables. Por esas realidades ha paseado Fernanda Melchor su
espejo.
Nos muestra un submundo
del submundo social mejicano donde se dan cita lo peor que nos podamos
imaginar: relaciones humanas inhumanas, pues solo puede ser inhumano lo
referido a las personas… No son relaciones bestiales de cualquier tipo, no: son
relaciones propias de degenerados al borde de la irracionalidad (que también
solo puede ser cometida por ser racional), de personas degradadas que se dan
entre conocidos, compadres, familia, etc. y donde acampa la escoria moral con
absoluta placidez y concordia: “es lo normal”. Drogas, prostíbulos, muerte, crímenes,
vilezas, relaciones más que tóxicas, explosivas e infames… van y vienen con
absoluta anormal normalidad.
El gran acierto de
Melchor, a mi entender, es que ese mundo pringoso y denso por su sustancia, por
su esencia, casi diría, es reflejado y contado con un estilo igualmente denso y
atosigante desde el punto de vista formal. Utiliza la autora una narrativa que
huye de los signos de puntuación común e hila toda su narración a base de una
gran economía de estos. Numera ocho capítulos que son un descanso para
continuar la peste viva de inmediato. El lector poco atento, imbuido en la
narración, no percibe el sentido de esos saltos de capítulos, sino que sigue
enredado en un sinfín de expresiones mexicanas ajenas al habla española, en mi
caso. Las expresiones, las palabras específicamente mejicanas sorprenden al no
familiarizado con este léxico, pero pasadas unas páginas, las que sean, quedan
como un soniquete de ambientación que nos recuerda que estamos en México, pero
no el México lindo y querido, sino en el México hundido en la miseria por la
incultura, la drogadicción, la pobreza, la injusticia…
La trama y el argumento
son simples. La singularidad de estos no es otra que la narración continua y
entrelazada de lo cotidiano de unos seres Excluidos-autoexcluidos, marginados-automarginados,
discriminados-autodiscriminados que eligen el pozo ciego y el estercolero de la
sociedad para bañarse en la inmundicia.
Se me ha hecho
larguísimo el libro y vomitiva su lectura. Parece que uno aprende, pero no
aprende, por lo que se ve, tanto como parece.
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