En la parte tercera y última del libro, INSTRUCCIÓN EXPLÍCITA Y CAPITALISMO COGNITIVO, el autor entra ya sin contemplaciones a exponer lo que se ha demostrado como enseñanza más eficiente y eficaz: la llamada enseñanza explícita en la que un maestro dirige un proceso de aprendizaje desde que es programado de acuerdo con un currículo, es desarrollado de acuerdo con unas pautas (estrategias, metodología) claras, con actividades que vienen a reafirmar lo trabajado, expuesto, repasado, etc. y es evaluado con serenidad, claridad, sinceridad… hasta comprobar qué se hizo bien y qué mal, qué conviene repetir, afianzar, etc. ¡Y vuelta a empezar!
Entiendo
que hay una convicción firme por parte de Luri en la defensa de lo que a lo
largo del libro llama los “niños pobres”. Ciertamente la gran defensa de estos
no es otra que una escuela que los pertreche de conocimientos firmes que serán
su escalera de ascenso y mejora (cultural, social, económica, felicitaría), sus
cimientos para poder alcanzar una mejor vida: una vida digna, una vida lograda.
Me va a permitir, sin embargo, que le contradiga: nunca en mi vida he hecho
acepción de personas por su condición de ninguna índole; sigo pensando que la
justicia es dar a cada uno lo suyo. No he distinguido a ricos de pobres. No por
ser pobres o más inteligentes he discriminado a nadie. Es más: es experiencia
avalada que el alumno trabajador, inteligente, afortunado… pasa en las
evaluaciones, una tras otra, como agua sobre piedra. Siempre mantuve que como
seas “Rica, guapa e inteligente” en una sesión de evaluación no te atiende
nadie; en las sesiones de evaluación se invierte mucho del escaso tiempo que se
prevé en los alumnos problemáticos, los inteligentes (?) que suspenden seis,
etc. No me gustaría pensar, es más: estoy seguro de que Luri, por lo que he
leído en el libro no es un demagogo… Entiendo su postura, pero no la comparto.
Para mí no hay personas, insisto, que valgan más que otras. Me ha parecido
hallar en algunas de sus explicaciones un sociologismo determinista falaz… que
tampoco comparto. En cierta ocasión, entonces aún no se hablaba de
sobredotación, intenté promover unas clases de apoyo para alumnos excelentes
que tuvieran especiales capacidades para el deporte, escribir, pintar, para
aprender matemáticas, historia, lengua…; si las había para los menos dotados
por qué no para los mejores… ¡ni hablar del peluquín! Ya cuando presenté el
proyecto y se leyó alumnos excelentes fue rechazado por clasista,
injusto… ¡Hace muchísimo tiempo y aún me dura el enfado!: nunca lo volví a
intentar porque no tuve espacio, poder, atención para ello.
Tampoco estoy de acuerdo con
Luri en la finalidad que propone para la enseñanza: lo que podríamos llamar un
“buen empleo”, “un empleo de éxito”… Todo el asunto del capitalismo cognitivo…
no me ha movido una fibra del alma.
Es obvio que no comparto el necio buenismo de maestros tan ignorantes como inanes que, con su lirio en la mano, entran en las aulas disfrazados de Caperucita porque van a hablar del bosque. Hay muchos bosques con lobos y más en los bosques humanos. Babia, lo aprendí hace años, está por donde corre el río Sil…: por poquitas no me comen los mosquitos en el puñetero sitio. Pues eso. No creo en las excelencias de la babia escolar en la que algunos maestros se mueven, etc., pero sí defiendo que se puede, ¡y se debe!, pasar bien en las aulas aprendiendo. El esfuerzo es costoso, arduo…, pero no triste ni amargo ni cruel… Ni Luri ni servidor ni… defienden esto, Dios por el sentido común nos libra. Si afirmo sin ambages que gran parte de la responsabilidad (y culpa) de cómo se encuentran las aulas (indisciplina, desorden, indolencia, etc.) la tenemos nosotros los profesores. He conocido la escuela donde a la profesora se la llamaba doña María de la Concepción y que con el paso del tiempo pasó a ser doña Concha, Concha, Cochita, Conchi, Chonchi y Chomino…
Insisto, creo, sin embargo, que de cuando en cuando aparece en la historia del pensamiento antropológico la expresiva repulsa a denominar la meta de la existencia con el nombre de felicidad. Y me pregunto cuáles pueden ser las más profundas raíces de esta tendencia inquietante. Hay que sospechar que no deja de tener relación con la idea de Dios, con la pereza…, pues cuando se pide cuentas del éxito o del fracaso de la existencia en su totalidad, siempre está en juego la pregunta sobre en qué consiste la solidez del último fundamento del ser. En su Cronología de las ideas pedagógicas, en 1852, reseña Luri que “Joaquín Avendaño y Mariano Carderera publican su Curso elemental de pedagogía, magnífico manual que conoció varias ediciones y en el que podía leerse lo siguiente: «Locke y Bassedow fueron los apóstoles de la felicidad como principio supremo de la educación. Pero ¿cuál es la verdadera felicidad? Cada uno la entiende a su manera, y cada uno sigue distinto camino»” (p. 361). El problema no es ese, sino que, en general, si se pregunta, y lo he hecho cientos de veces, qué se entiende por felicidad, el personal se queda en silencio; no es que cada uno entienda la felicidad a su manera, es que no la entiende de ningún modo porque no se ha planteado qué sea la felicidad y más concretamente la felicidad para él, para mí. San Agustín, en su libro La Ciudad de Dios, hace la observación de que hay en la antigua filosofía nada menos que doscientas ochenta y ocho distintas opiniones doctrinales sobre en qué consiste la última felicidad del hombre. Es decir, hay donde pensar…
Decía un alemán irónico que el asunto de la felicidad era idea de ingleses. Bromas aparte, sin embargo, considero que la escuela, insisto lejos de la necedad buenista, debe enseñar el camino de la felicidad. Parte esencial de este es la formación en general y el conocimiento muy particularmente (no me quiero extender en el concepto del “imposible necesario” del que Marías hablaba en La felicidad humana). La felicidad no se halla en el empleo que se alcance para darnos de comer. La felicidad no está en cualquier tipo de “éxito”: en ser ingeniero, matemático o físico nuclear. Aunque complicado el pensamiento y su formulación, afirma con tino Tomás de Aquino que “La voluntad apetece libremente la felicidad, aunque la apetece necesariamente”, es decir: aún sin saberlo todos la buscamos y entiendo que es parte capital de la enseñanza de un maestro -insisto, ma-es-tro; recordemos la Academia- conducir a sus discípulos, sus alumnos, sus discentes… a ese camino que lleva a la vida lograda. Afirma Luri: “Si se quiere, podemos aceptar -como decía Karl Popper- que, aunque la cima de la montaña en la que reside la verdad esté envuelta en niebla, sabemos que la cumbre ha de estar ahí. Esta convicción nos permitirá orientar el pensamiento crítico. Quizá no alcancemos nunca la cima, pero, si estamos bien orientados, podremos saber cuándo nos desviamos de nuestra meta” (p. 319). Estoy totalmente de acuerdo, y ahora, por favor: sustituya verdad por felicidad. No hay felicidad sin verdad y toda adquisición de la verdad provoca la alegría, la felicidad. Echo de menos en esta parte del libro, digamos, más filosófica y particular, esa visión holística de la persona de la que arriba hablé: no solo como alumno, sino también como maestro, etc. Todos tenemos el derecho y el deber de ayudarnos (quien más tiene y más puede, más debe) para que esto sea posible. Servidor lo hace desde su condición de docente, aspirante a maestro, ya jubilado… Y no quiere cerrar estas entradas sin darle las gracias al profesor Luri por su trabajo y este libro y su defensa de lo que con él comparto que es la ESCUELA y los alumnos y maestros que las ocupan. VALE.
No hay comentarios:
Publicar un comentario