14 de febrero de 2021

438- Castro Delgado, Enrique – MI FE SE PERDIÓ EN MOSCÚ

 


Fue el autor del libro un destacado miembro del PCE antes y durante la guerra civil. Tras ella se marchó desolado a Rusia por la victoria franquista, por la situación de España y en las manos de quien quedaba su amada patria, pero esperanzado también por su nuevo destino…: su exilio tendría que lugar en el país donde brillaba el socialismo, era la tierra prometida de todo comunista, la meta inmarcesible… ¡Eran tantas y tantas las bondades contadas por quienes allí habían estado y volvían a los aborrecibles naciones capitalistas! Leche y miel manaban las fuentes en Moscú, la justicia y la democracia tenían allí sus infinitos veneros mundiales, la sociedad sin clases hallaba allí su asiento y su desarrollo…

Metalúrgico y periodista, con cargos relevantes durante la contienda civil –comandante en jefe del Quinto Regimiento que él mismo ayudó a crear-, Enrique Castro llegó a Rusia con su mujer, su hijo, su madre, su hermana y su cuñado, junto a otros miles de españoles exiliados, que como él esperaban hallar en la Rusia estalinista el trampolín para catapultar la revolución socialista y sus bondades: anegar este mundo de verdadera felicidad, por doquier. Llegado a Moscú su destino laboral fue la Komintern, órgano dedicado a coordinar la lucha contra las injusticias mundiales y promover y coordinar la justicia y libertad socialista y la democracia en todos los países de la tierra.


El título del libro, entiendo, es lo suficientemente explícito como para entender lo sucedido allí. Sus interminables días de naneo en la Komintern donde se encuentra con personajes variopintos de los partidos comunistas de muchísimos países del mundo, donde se hace como que se hace, pero nada se hace de verdadero valor y donde él llegará a comprender que este organismo sencillamente es un altavoz y una herramienta del partido comunista ruso, para extender sus codiciosos tentáculos por todas las naciones donde se pueda intervenir para desestabilizar los gobiernos y los estados en sí para, aprovechando el desconcierto, poder atraparlos bajo las garras de Stalin y los suyos. Se elaboran informes, se mandan noticias a los distintos países, se crean radios que informan-deforman-desinforman-manipulan-mienten de cuanto sucede acá y acullá, todo ello bajo la batuta del poder comunista ruso. Todos los allí convocados, en el inmenso edificio gris, donde miles de hombres-hormiga beben de
La Verdad, es decir, de Pravda, que eso significa este nombre del periódico oficial y único…, medio adoctrinador de millones de personas… Poco a poco el camarada Castro irá comprendiendo, por medio del frío, el hambre, los viajes que hace, la estructura de la nueva sociedad socialista donde una pequeña parte de la misma, una casta, un 10% calcula él, vive del aparato del Partido –al que todo le debe, y la mano que da de comer... no se ha de morder- y de parasitar al resto de los camaradas: el 90% que viven en un estado de cuasimendicidad: mal vestidos, mal nutridos, helados en invierno, fritos en verano, explotados en sus empleos todo el año… Rusia, comprenderá, es un campo de concentración…, donde el socialismo niega los valores humanos y desprecia los derechos de todos… Era falso cuanto le habían dicho y él mismo había repetido durante décadas: socialismo y justicia es una realidad imposible, una realidad falsa. Comprenderá que lo que él mismo había hecho se lo estaban haciendo a él: no había mayor manipulación que no llamar a la realidad con su nombre. Él que había defendido que era mejor creer que no creer, ahora, cuando padece el peso de la realidad rusa sufre un proceso dolorosísimo de desfanatización. Vivió un ajuste de lo que pensaba, porque creía; de lo que miraba, de lo que comprendía… En un libro sobre Stalin al que estuvo corrigiendo su estilo, ese era su oficio en la última época de su estancia en Rusia, mientras peleaba por abandonar el paraíso, le hizo ver la ridiculez del fanatismo conculcado por la propaganda ferviente: el libro lo componían una serie de recuerdos escritos por personas rusas de profesiones dispares que habían tenido alguna entrevista con el padre de todos: Stalin; eran ingenieros, obreros, aviadores, científicos… y todos resaltaban cómo Stalin sabía de todo y mucho más que ellos, sus sugerencias eran certeras, únicas, inolvidables, iluminadoras… Ese dios, “cabeza de sabio, cara de obrero, traje de soldado”, que siempre había repetido que “el material más precioso es el hombre” y, sin embargo, ese mismo hombre, ciudadano, camarada, era despreciado hasta la aniquilación con el fervoroso concurso de todos aquellos orgullosos de endiosar a un pobre hombre, sin tener inconveniente en parecer ellos unos imbéciles y, encima, dar la vida engañados por falsas ideas…

Ya dijo Kolakowski que muchos no creerían lo sucedido en Rusia. Muchos insisten en que lo escrito por los llamados disidentes –rusos o de sus países satélites- son mentiras elaboradas y pagadas por los países capitalistas, en el fondo desviaciones pequeñoburguesas que llevan a esos miles y miles de páginas donde hallamos el sufrimiento de millones de personas y la muerte de otras tantas… Error atribuible, defienden aún hoy algunos, solo a la oligarquía dirigente, que no al garrafal error en origen, en las premisas marxistas.

Quiero dejar aquí reflejada la sorpresa de Castro cuando, al terminar la Segunda Guerra Mundial, encuentra las iglesias llenas de piadosos creyentes… ¿De dónde salían estos tras veinticinco años en los que la religión había sido perseguida sistemáticamente por ser el opio del pueblo? Ya no se confiaba en Stalin y se daba gracias a Dios por el fin de la guerra… (esto me recuerda a los millones de personas que siguen a sus líderes, pienso en el fascismo, y que una vez pasado el gobierno de estos… todo queda en nada).

El camarada Castro defenestrado por Dolores Ibárruri, la Pasionaria -también conocida como la Pescaera-, querrá abandonar Rusia, pues temía por su vida y la de los suyos. Tras mil zancadillas podrá abandonar el paraíso camino de México, ciertamente con la ayuda, que en el libro no agradece explícitamente, del mismísimo Stalin. Es posible que, para los fanatizados, Castro y su obra, solo sean el resultado del converso y, por tanto, carente de crédito… Es posible, nunca se sabe, mas lo malo de su testimonio es que viene corroborado por cuanto después se ha sabido y tantos han repetido. Cierto que la verdad no se autoconstituye a mano alzada, pero ¿también se puede negar lo evidente? ¡Claro que sí! Es obvio y a la vista está.


No se debe perder el tiempo en querer contentar a quien no quiere ser contentado.

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