Tras manifestaciones, revueltas,
heridos y muertos por toda España en los últimos días de febrero y primeros de
marzo del 36, Azaña conocía perfectamente todo, se lo ocultaba a Alcalá–Zamora
y esperaba que los autores y sus compañeros de viaje del Frente Popular cejaran.
En el fondo sabía que nadie renunciaría “a lo suyo”: había que borrar todo lo
hecho en el llamado por la izquierda el “bienio negro”.
Las exigencias –¡¡exigimos!!,
¿les suena?– se exigió que se repusieran e indemnizaran a
todos los trabajadores despedidos por las huelgas políticas o por sus ideales en
el año I934 (en la Gaceta se habló solo de indemnizar octubre, pero se
exigió ¡todo el año!); se exigió la aplicación inmediata de la amnistía
a todos los delitos de carácter social, incluidos ¡los delitos comunes!; se
exigió que se llevaran a juicio a quienes, ¡según ellos!, cometieron arbitrariedades
durante el período revolucionario de 1934, incluyendo a quienes fueron Gobierno:
Lerroux y al presidente de la república, Alcalá–Zamora; se exigió
la expulsión de los funcionarios que no fueran suficientemente republicanos, es
decir: los otros, los malos, aquellos que no piensan y opinan
como nosotros (división y polarización de la sociedad); y por último, se
exigió, mucha inversión en obras públicas: ¡gasto público parar paliar el
paro!
Los firmantes de esas exigencias
eran los representantes del partido socialista, Felipe Petrel, y del comunista,
Luis Cabo, y también José Rico y Leandro Pérez Urría, por los dos partidos
republicanos que estaban en el Gobierno. La izquierda republicana se hizo cargo
del Ejecutivo en solitario y los socialistas prestaban su apoyo desde fuera:
vigilaban que se cumpliera el pacto electoral, con la esperanza que todo fuera
a peor (cuanto peor mejor) y que llegará su momento.
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