Una semana en un
excelente hotel de costa española he pasado. Turistas nacionales y extranjeros.
Unos pocos cientos. Bufet libre. ¡El Señor es nuestro pastor y nada nos falta!
Nunca había vivido nada semejante. Nunca había visto engullir de ese modo
desaforado y angustioso. Ni vi platos en combinaciones más excéntricas. Paella
con salchichas y croquetas, con un poquito de ensaladilla rusa, un par de
huevos encima en el mismo remix y unas ruedas de cebolla roja en el culmen
de la pirámide del mal gusto: ¡esa cebolla debe adelgazar mucho!, pensarían… Todo
ello regado con bebidas gaseosas edulcoradas o cerveza. ¡Qué pésimo disgusto y
qué caos! Desayunos inverosímiles e inimaginable. Más de sesenta años dando
vueltas por el mundo y nunca vi semejante disarmonía ni realidad más
estrambótica. Esas panzas y esos culos tienen explicaciones que no requieren de
experto.
Mi nutricionista y
amigo Eduardo Agudo Aponte, a quien tengo por excelente profesional y aplicado
estudioso de nosotros los gordos, me dejó el original de un libro allá por los
encierros ilegales a los que nos condenaron nuestros políticos cuando lo del
covid. Leí con esmero el libro que Eduardo había escrito con mimo y con una
finalidad exclusiva: ayudar a los demás y, por orden, especialmente a quienes
somos sus pacientes. Eduardo no cede, no se conforma, no se rinde; ese gordo
recalcitrante, con sobrepeso, abrumado por su perfil y sus kilos es objeto de
su estudio y de su trabajo y del trabajo de su equipo. Nadie se queda fuera de
su empeño: ¡ni yo que era un gordo de plantilla desde que dejé de fumar hace
más de una década!
Los gordos somos una
plaga. Cada gordo lleva la desgracia de sus kilos. Cada gordo lleva su
frustración y fracaso sobre sus huesos. Cada gordo, a cada paso, no desea
rendirse, no desea verse en el espejo es ese mantecoso estado de carnes
entremecidas. Sueña y le ilusiona volver a aquel tipo en que se reconocía en
aquellas tallas, en aquellas fotos, en aquellos… tiempos pasados que, dado el
caso, fueron mejores…
La frustración de los
fracasos no son solo del gordo que semana tras semana se sube a la báscula,
sino del profesional comprometido que se estrella contra una realidad
insensible a sus bien pensados planes de comidas. Cuantos nos hemos dedicado a
la enseñanza conocemos el sabor de esos descalabros: horas de preparación, de
explicaciones en la pizarra o sobre el papel… ¡y la prueba del nueve tras el
examen, tras subirse en la báscula! La grasa no baja, el glucógeno se dispara,
los alumnos aseguran que lo comprendieron, que lo han ensayado, que lo saben,
que creían haberlo hecho bien y el 75% están suspensos, no bajan de peso, se
encuentran mal consigo mismos y amenazan con rendirse, con sacar la bandera
blanca…
Todo bien, el que sea
que persigamos, es arduo: perder peso o hacer correctamente un comentario de
texto poético donde la manteca está en el argumento de los platos, en los
pequeños detalles en ¡no sé dónde ni por qué! “Le aseguro que lo hice bien, lo
mejor que supe, creía que…”.
Este libro de Agudo
Aponte es una vuelta más al pescuezo de la gordura. Es un empeño más de Eduardo
para ayudar a sus pacientes. Doy fe de los planes, de los regímenes distintos
que probó conmigo, lo que sufrimos en el camino… hasta que hemos dado con uno
que funciona, que me hace perder kilos, que me ha metido en la flexibilidad
metabólica. No necesito ya un régimen, sino un modo de comer, de alimentarme,
de vivir… si quiero entrar en los parámetros de los kilos que me permiten
moverme en mi actividad deportiva, dentro de mi ropa, de acuerdo con la edad
que tengo… Eduardo me lo ha enseñado y lo ha explicado en su libro. En su libro
el gordo, el caballero o la señora, que quiera de verdad, ¡sin perder la paz!
tiene las claves, reales, ¡nada mágicas de qué régimen es el suyo y qué se ajusta
a su realidad! ¡Sin impaciencia y sin perder la paz! Todo lo que nos quita la
paz no es bueno. Cierto que conviene la ayuda y la compañía de un
nutricionista, de un experto que nos anima, nos orienta, nos empuja, nos exige,
nos recoge… como el apoderado a su torero, como el entrenador a sus pupilos… y
así poco a poco poder luchar contra esa realidad que nos roba la salud y la
felicidad, nos escamotea el autoconcepto general…, nos humilla… ¡Se acabó! No
hay fórmula mágica. Eduardo se ha empeñado en facilitarnos con un libro
sencillo –¡que no simple!– una serie de ideas, ni
siquiera consejos, de enseñanzas que pueden abrirnos un horizonte más amable.
Como de bien nacidos es
ser agradecidos, servidor, no tiene más remedio, ¡por bien nacido!, que darle
las gracias a Eduardo por su paciencia, por su dedicación, por su empeño
personal y su cariño… derrochados, todos, con este gordo que está en un peso
aceptado y aceptable: más cómodo consigo mismo. Muchas gracias, don Eduardo.
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