Hace muchos años. Cuatro décadas. Le pedí a un amigo que se dedicaba a hacer declaraciones de la renta que me hiciera la mía. Esperaba que no me cobrara o que me hiciera una rebajita, que no estaba el festejo para cohetes. “Mil pesetas”, me dijo: ¡mil calas eran mil calas en aquellos años! Las pagué mohíno y religiosamente. No mucho después me pidió que le revisara un escrito para algo importante, que olvidé. Cuando se lo daba en mano y en un sobre, le dije: “Mis castañas del ala”. Sorpresa, “¿¡Cómo que mil pesetas!?”. Siempre ante este tipo de asombros argumenté lo mismo “¿Acaso crees que esto lo aprendí ayer por la tarde?”. Mil castañas me dio.
Y al cabo, nada os debo; me
debéis cuanto he escrito.
A mi trabajo acudo, con mi dinero pago
el traje que me cubre y la mansión que habito,
el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.
Es creencia al uso y
convicción común pensar que la gente de letras, el personal que se
dedica al arte, vive del amor al mismo. Y no es así, querido lector: el pintor
y el escritor, el poeta, el escultor, el dibujante… ocupa un espacio en el
mundo y ha de pagarlo con billetes de curso legal: come, bebe, consume,
necesita… ¡y requiere del dinero! Cierto es que es corriente también que el artista
sea generoso con su obra y la regale, a veces: de la nada la saca y parece no
costarle esfuerzo. Quien así piensa yerra como memo. “Solo el necio confunde
valor y precio”, escribió mi vecino don Francisco de Quevedo y luego repitió
Antonio Machado siglos después. Esta idea no es moderna, ya en su carta a
Timoteo, Pablo de Tarso, san Pablo para los amigos, escribe que: “El trabajador
tiene derecho a su salario”.
Desde adolescente, tuve
idealizado a mi amigo Miguel Delibes: sus libros sobre la caza, sus personajes
vivían en mi memoria y mi imaginación… El Nini, Lorenzo el cazador, Mario, Juan
Gualberto el barbas… Cuando leí el libro de la correspondencia entre él y
Vergés, el editor de Destino, Correspondencia, 1948 – 1986, reconozco
que se me cayeron los palos del sombrajo… La cominería de tendero al por menor
de uno y otro, especialmente de don Miguel, me resultó antipática: cierto que
tenía muchos hijos, cierto que daba clase en la Escuela de Comercio, cierto… ¡que
reclamaba sus derechos de autor con una vehemencia admirable para mí! Era justo
lo reclamado, pero…
Todo esto viene, y me planto
ya aquí casi, al hilo de lo que me sucede con el libro recién editado: Cuentos
para ti. Me ocurrió siempre con todas mis obras. Servidor es autor de
libros con poca tirada y ha llegado a firmar contratos a cero pesetas, a un 6%
del PVP y así…, como comprenderá, esto no es que no dé para comer: ¡es que no
da ni para merendar! Además el escritor, que no es librero ni distribuidor,
pero que se ve obligado a decir de su obra, a promocionarla, promoverla,
divulgarla…, a veces, con la sola ilusión de agradar a quienes le rodean, porque
el dinero ganado es magro, aunque el valor de la obra en sí pueda ser mucho…, ¡pasa
vergüenza! Sí, el autor que escribe, gestiona la edición de su obra, la
distribuye y la vende… pasa vergüenza porque la venta no es lo suyo: lo suyo es
escribir, en mi caso. Se tiene la sensación de ser un pobre vergonzante.
Contaba Alfonso Sancho Sáez de Azorín, casi seguro que se trataba de este, que pasó por la cuesta
de Moyano a buscar libros de lance y halló uno suyo a la venta. Estaba dedicado
a un amigo. Lo compró y se lo envió de nuevo con ilusión
de que sea la segunda vez y última. Ya se ve que el amigo no valoró lo que
José Martínez Ruiz le dedicó.
Al final, parece ser que
tras mucho trabajar, leer, aprender, estudiar… uno, además, de su obra, debe
algo a los demás… Así debió pensar el socarrón catalán de Josep Pla, quien
habiendo sido distinguido con una medalla de olvidé qué, al terminar su
discurso, el hombre preguntó con aparente sencillez: Qué se debe.
Muchas gracias a quienes
compran mis pobres libros, pero, no obstante, me debéis cuanto escribo.
Estuve el invierno pasado en la casa que habitó don Antonio Machado en Segovia, y vi el lecho donde yacía en la pensión de doña Luisa, que era la dueña de la mansión que habitaba y quien preparaba el pan que le alimentaba. El poema resultó ser, evidentemente, mucho más hermoso que la realidad.
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