CARTA
APOSTÓLICA
Admirabile
signum
DEL
SANTO PADRE
FRANCISCO
SOBRE EL SIGNIFICADO Y EL VALOR DEL BELÉN
FRANCISCO
SOBRE EL SIGNIFICADO Y EL VALOR DEL BELÉN
Nuestro belén, el de mi casa, era
un belén doméstico, infantil, de aficionados. Luego nos llevaban a veces a ver
otros belenes hechos por profesionales: grandes, suntuosos, con agua que corría
por sus arroyuelos, con carpinteros y herreros que movían sus brazos, burros
que daban vueltas a las norias… Incluso una vez fuimos a ver un belén
napolitano… que no supe qué significaba, pero me pareció admirable…, aunque
ninguno lo era tanto como el de casa, allí colocado a nuestra altura, donde
podíamos mover a las ovejas y los cerdos, los patos y los pollos… sin que nada sucediera,
aunque siempre corrían el peligro de desgraciarse y perder una pata. Lo más
desagradable allí, en todo aquel batiburrillo, era siempre el palacio de
Herodes que era un tipo malo, inimaginable: nunca vi figura que lo representara
y escribe el Papa: “El palacio de
Herodes está al fondo, cerrado, sordo al anuncio de alegría”, símbolo de
altivez, de arrogancia, de suficiencia... no solo de “los malos”, sino de la
nuestra cuando lo somos, cuando nos olvidamos del Señor, cuando lo relegamos a
la última fila de nuestras vidas, cuando tratamos mal a nuestros prójimos…
El Papa, en su carta, también nos
hace partícipes de esas emociones infantiles, propias de aquellos niños a
quienes se les permite acercarse a Jesús, de aquellos niños que Jesús quiere
junto a sí, porque el camino de la infancia espiritual es sendero seguro: “¡Cuánta emoción debería acompañarnos
mientras colocamos en el belén las montañas, los riachuelos, las ovejas y los
pastores!”, escribe el papa Francisco. Como no podía ser menos, el Papa, va
trascendiendo lo que puede ver en el belén que contempla -¡no lo olvidemos!:
debemos mirar, ir más allá-. Allí todo
adquiere un significado para cada uno de nosotros: él ve al humilde y al pobre
en el pastor…, para mí también la alegría de la sencillez, la confianza, la fe
en aquel Niño que resplandece… ¡se lo han dicho los ángeles y ellos van
presurosos porque creen! Y allí iba la fila de pastores camino del establo en
nuestro belén: uno lleva un pollo, otros un cordero al hombro, una vasija con
leche… No tienen gran cosa, pero ofrecen con alegría aquello de que disponen.
Me llama
la atención esa voz de alerta del Papa que habla de unos herreros, unos
músicos, de lavanderas y aguadores que pululan por nuestros belenes. En ellos
ve el Santo Padre la llamada universal a la santidad: el trabajo que fuere, aquello
que la gente corriente -¡también los pastores!- debemos hacer extraordinario,
ofrecerlo a Dios, sea el que fuere, trabajo digno de los hombres, capaces de
hacer de la prosa diaria hermoso endecasílabo ofrecido a Dios por amor: “todo
esto representa la santidad cotidiana, la alegría de hacer de manera
extraordinaria las cosas de todos los días, cuando Jesús comparte con nosotros
su vida divina”, escribe.
Pasa el
Santo Padre aprisa en su comentario sobre María y José… ¿¡Qué no se ha escrito
y se podría escribir sobre ellos dos!? Un párrafo dedica a cada uno: a la Madre
y al Custodio del Niño. Cuánto no podemos meditar sobre cómo ambos llevan esa
realidad admirable y ciclópea de ser quienes eduquen a un Niño al que saben
Dios. Treinta años de vida oculta. El filius fabri les estaba sujeto, el
hijo del artesano -carpintero afirma la tradición- hace lo que dos criaturas
dicen y el Niño, como no podía ser menos, obedece, aprende, escucha de ellos.
No me da la gana imaginarme a san José como un viejo: no parece admisible,
aunque sea comprensible: se quiere mostrar a alguien que sobrellevara la
virginidad de su esposa, pero la castidad no es incompatible con la juventud.
Así lo imagino: joven, activo, trabajador, alegre, servicial… ¡cuánto se puede
aprender de él! Recordaría el pobre la cuna hecha y dejada en Nazaret: allí
quedaron las ropitas del bebé que esperaban. Tuvieron que ponerse en camino e
ir a Belén de Judá en burro. ¡Pobre María sin la canastilla de ropas bordadas
para su primogénito! ¡Ay, el Niño nace careciendo de mucho de lo que ellos y la
familia le habían preparado! Mas, si miramos al Niño, todo esto pasa al olvido:
qué hermosura de Niño, que admirable es el Niño Dios… Miradlo ahí en un
pesebre, de piedra o de madera. Miradlo echado sobre unas pajas y cubierto con
unos paños y unas pieles que le llevaron los pastores. “«La Vida se
hizo visible» (1Jn 1,2); así el apóstol Juan resume el misterio de
la encarnación”, recuerda el Papa. Y quizá usted, lector, recuerde lo que yo
escribí al comienzo de esta entrada: Los caminos del Señor son
inescrutables… No nos es dado conocer ni el cuándo ni el dónde… “Pues sus proyectos no son los míos, y mis caminos no
son los vuestros mismos, dice el Señor.” Isaías 55, 8. Sí, “Como
siempre, Dios desconcierta, es impredecible, continuamente va más allá de
nuestros esquemas. Así, pues, el pesebre, mientras nos muestra a Dios tal y
como ha venido al mundo, nos invita a pensar en nuestra vida injertada en la de
Dios; nos invita a ser discípulos suyos si queremos alcanzar el sentido último
de la vida”, concluye Francisco.
Te has lucido. Feliz Navidad. Un abrazo enorme.
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