24 de diciembre de 2019

SOBRE EL SIGNIFICADO Y EL VALOR DEL BELÉN (PARTE II DE III).


 Comentario a la

CARTA APOSTÓLICA

Admirabile signum

DEL SANTO PADRE
FRANCISCO
SOBRE EL SIGNIFICADO Y EL VALOR DEL BELÉN

PARTE II





Nuestro belén, el de mi casa, era un belén doméstico, infantil, de aficionados. Luego nos llevaban a veces a ver otros belenes hechos por profesionales: grandes, suntuosos, con agua que corría por sus arroyuelos, con carpinteros y herreros que movían sus brazos, burros que daban vueltas a las norias… Incluso una vez fuimos a ver un belén napolitano… que no supe qué significaba, pero me pareció admirable…, aunque ninguno lo era tanto como el de casa, allí colocado a nuestra altura, donde podíamos mover a las ovejas y los cerdos, los patos y los pollos… sin que nada sucediera, aunque siempre corrían el peligro de desgraciarse y perder una pata. Lo más desagradable allí, en todo aquel batiburrillo, era siempre el palacio de Herodes que era un tipo malo, inimaginable: nunca vi figura que lo representara y escribe el Papa: “El palacio de Herodes está al fondo, cerrado, sordo al anuncio de alegría”, símbolo de altivez, de arrogancia, de suficiencia... no solo de “los malos”, sino de la nuestra cuando lo somos, cuando nos olvidamos del Señor, cuando lo relegamos a la última fila de nuestras vidas, cuando tratamos mal a nuestros prójimos…

El Papa, en su carta, también nos hace partícipes de esas emociones infantiles, propias de aquellos niños a quienes se les permite acercarse a Jesús, de aquellos niños que Jesús quiere junto a sí, porque el camino de la infancia espiritual es sendero seguro: “¡Cuánta emoción debería acompañarnos mientras colocamos en el belén las montañas, los riachuelos, las ovejas y los pastores!”, escribe el papa Francisco. Como no podía ser menos, el Papa, va trascendiendo lo que puede ver en el belén que contempla -¡no lo olvidemos!: debemos  mirar, ir más allá-. Allí todo adquiere un significado para cada uno de nosotros: él ve al humilde y al pobre en el pastor…, para mí también la alegría de la sencillez, la confianza, la fe en aquel Niño que resplandece… ¡se lo han dicho los ángeles y ellos van presurosos porque creen! Y allí iba la fila de pastores camino del establo en nuestro belén: uno lleva un pollo, otros un cordero al hombro, una vasija con leche… No tienen gran cosa, pero ofrecen con alegría aquello de que disponen.

Me llama la atención esa voz de alerta del Papa que habla de unos herreros, unos músicos, de lavanderas y aguadores que pululan por nuestros belenes. En ellos ve el Santo Padre la llamada universal a la santidad: el trabajo que fuere, aquello que la gente corriente -¡también los pastores!- debemos hacer extraordinario, ofrecerlo a Dios, sea el que fuere, trabajo digno de los hombres, capaces de hacer de la prosa diaria hermoso endecasílabo ofrecido a Dios por amor: “todo esto representa la santidad cotidiana, la alegría de hacer de manera extraordinaria las cosas de todos los días, cuando Jesús comparte con nosotros su vida divina”, escribe.

Pasa el Santo Padre aprisa en su comentario sobre María y José… ¿¡Qué no se ha escrito y se podría escribir sobre ellos dos!? Un párrafo dedica a cada uno: a la Madre y al Custodio del Niño. Cuánto no podemos meditar sobre cómo ambos llevan esa realidad admirable y ciclópea de ser quienes eduquen a un Niño al que saben Dios. Treinta años de vida oculta. El filius fabri les estaba sujeto, el hijo del artesano -carpintero afirma la tradición- hace lo que dos criaturas dicen y el Niño, como no podía ser menos, obedece, aprende, escucha de ellos. No me da la gana imaginarme a san José como un viejo: no parece admisible, aunque sea comprensible: se quiere mostrar a alguien que sobrellevara la virginidad de su esposa, pero la castidad no es incompatible con la juventud. Así lo imagino: joven, activo, trabajador, alegre, servicial… ¡cuánto se puede aprender de él! Recordaría el pobre la cuna hecha y dejada en Nazaret: allí quedaron las ropitas del bebé que esperaban. Tuvieron que ponerse en camino e ir a Belén de Judá en burro. ¡Pobre María sin la canastilla de ropas bordadas para su primogénito! ¡Ay, el Niño nace careciendo de mucho de lo que ellos y la familia le habían preparado! Mas, si miramos al Niño, todo esto pasa al olvido: qué hermosura de Niño, que admirable es el Niño Dios… Miradlo ahí en un pesebre, de piedra o de madera. Miradlo echado sobre unas pajas y cubierto con unos paños y unas pieles que le llevaron los pastores. “«La Vida se hizo visible» (1Jn 1,2); así el apóstol Juan resume el misterio de la encarnación”, recuerda el Papa. Y quizá usted, lector, recuerde lo que yo escribí al comienzo de esta entrada: Los caminos del Señor son inescrutables… No nos es dado conocer ni el cuándo ni el dónde… “Pues sus proyectos no son los míos, y mis caminos no son los vuestros mismos, dice el Señor.” Isaías 55, 8. Sí, “Como siempre, Dios desconcierta, es impredecible, continuamente va más allá de nuestros esquemas. Así, pues, el pesebre, mientras nos muestra a Dios tal y como ha venido al mundo, nos invita a pensar en nuestra vida injertada en la de Dios; nos invita a ser discípulos suyos si queremos alcanzar el sentido último de la vida”, concluye Francisco.


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