15 de diciembre de 2025

Traven, B., PUENTE EN LA SELVA



Es un hermoso debate, considero, charlar sobre la influencia de la vida propia, de la experiencia personal, el temperamento, el carácter, la personalidad… de un artista en su obra artística, sea esta de la índole que sea. Más sencillo aún: todos estos factores, reales, tangibles casi, ¿condicionan la vida de cualquier persona por vulgar que parezca? ¿Se percibe en el quehacer cotidiano la personalidad celosa, mezquina, alegre, altruista… o no?  ¿Es perceptible todo ello en la obra escrita, en concreto, de un autor, en sus novelas, en sus poemas…? ¿Y qué decir del entorno de su vida, eso que Ortega llamó la circunstancia? ¿Afecta en la obra una vida muelle o una vida esforzada y tensa?

Me pregunto esto a estas alturas, ¡precisamente a estas alturas!, porque siempre di por hecho que así era, ¡y lo sigo dando! En mi adolescencia devoradora de libros, procuraba no leer obras de autores cuya vida, personalidad, trayectoria artística, generación, corriente… ignorara. Hacer algo así era como contemplar dos pisadas en la arena de una playa que no tenían ni procedencia ni destino, solo dos pisadas aisladas. Resulta difícil la interpretación de algo así.



Leo a Traven, de quien todo prácticamente se ignora, ¡hasta su propio nombre se duda! Lo leo por varios motivos: uno, porque estoy cansado y necesito leer novelas que den holgura y elasticidad a mi tiempo y a mis neuronas, a mis músculos y mi vivir cotidiano; dos, ¡precisamente porque nada se sabe de él y la mía es una lectura sin referencias, alocada, en barbecho, diría!; tres, me hablaron de sus novelas como obras que podían cumplir los requisitos uno y dos (Gabriel Albiac, Cartas de amor.


No estoy de acuerdo, sin embargo, con lo afirmado por Albiac en su columna: “La vida de un escritor es idéntica a la de cualquier otro animal de su especie. Lo diferencia su obra”. Esta afirmación carece de la sutileza debida y se me antoja un error grosero. Cierto que el hombre es animal, pero también racional y, además, dependiente. La vida a los animales les sucede: se topan con ella; el hombre, sin embargo, la elige en gran medida, opta, ejerce libremente y sus instintos muy alejados de los que poseen los animales están mucho más mermados que en estos… Lo siento, don Gabriel, esta vez no la lleva.

Inevitable en mi caso la intertextualidad, la interpretación comparativa, asociativa, vinculativa de lo que leo en Traven con las experiencias de lecturas muy lejanas en mi tiempo. Sin pretenderlo, esta obra, hasta por el olor del papel, me trae a la memoria El poder y la gloria de G. Green, María de Jorge Isaac, las obras de Rómulo Gallegos, a Azuela, al Pedro Páramo de Rulfo… Es curioso, pero no me recuerdan a Vargas Llosa, García Márquez, ni a los argentinos… ¡curioso!

Me manda un amigo una sinfonía creada por él. No entiendo de música. La escucho y me resulta amable. Su tesis, ya me la explicó hace años: la música se escucha más allá del anhelo comprensivo, destripador del escuchador. Me da la impresión de que esta tesis sitúa al sujeto como juez ignorante de aquello que supuestamente atiende, juzga, considera… (¿nos situamos ante la ruptura del canon y la propedéutica del individualismo, el subjetivismo y las naderías de muchos ismos del primer tercio del siglo XX…?). ¿Qué puede importar al otro lo que yo pueda ¡opinar! sobre una realidad de la poco menos que nada sé? Entiendo que estamos en el momento de la ebullición extrema opinadora, mas… ¿y qué, para qué…? “Porque YO… YO… y YO…”. Se ve que “para mí” y "mi verdad".

Me temo que la traducción del libro es mala, sobre todo en la fidelidad a los tiempos verbales. El traductor, ¡pienso que es él!, pasa del presente al pasado, del pasado al presente… sin más motivos que unos renglones o un párrafo más adelante donde se sigue narrando una misma escena.

El tema de la obra es de una sencillez horripilante. La muerte por accidente, ahogado en un río, de un chaval en un día de fiesta en una paupérrima aldea de la selva… Su búsqueda, su velatorio, su entierro. Todo sucede en menos de 24 horas…

Los olores, los colores, las impresiones, los gestos de las personas, todo cuanto rodea al mundillo creado por el autor, se tinta de una indolencia característica en la que el tiempo y todo se sucede a un ritmo de libre desidia, sin nada que la fuerce y pretenda obligar: así van las cosas de la vida porque así son las realidades de la vida, no más, “¿Para qué oponerse o intentar desviar su curso?”, parece que se dicen los personajes.

Diría que lo sensual manda, pero esto no quita que nos topemos con los análisis psicológicos a través de las descripciones físicas, sus actos y el mundo en el viven los personajes. Todo esto pone de manifiesto de forma tácita un mundo ajeno, lejano, ancestral, donde también tiene cabida, diría yo, el realismo mágico: el método con que el niño es hallado en el río pone de manifiesto una realidad increíble para la mentalidad de Gales el yanqui, que es el narrador testigo, pero que es asumida de forma natural por los indios. Mientras Gales busca una explicación racional, coherente… los indios piensan como la madre de García Márquez: que la vela que ella enciende mantiene en el cielo el avión en que su hijo viaja, y que de apagarse la vela el aparato caería irremisiblemente: ¡es lo que hay con seguridad plena!

Crítica sin paliativos, como de pasada al comunismo y al capitalismo. No tan de pasada por comparación se critica la actitud de los curas en aquellas tierras entonces. Llega un momento en que dice que las prácticas católicas aún están en el siglo XVI. Los indios asumen la religión católica, pero no abandonan sus creencias animistas ancestrales.

La novela no es una joya del siglo XX como Albiac comenta, pero ha cumplido sobradamente la misión por la que la elegí. 

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